martes, 15 de marzo de 2011

La fiesta fantástica


La fiesta fantástica

Anselmo manejaba silencioso mientras la lluvia caía en forma de finas gotas que empapaban el parabrisas y el alma; llevaba los vidrios semiabiertos para captar el espíritu de la noche, el viejo espíritu de la ciudad casi olvidado en las viejas calles de Florencia donde estudiaba; la capital  tenía la cara chorreada de suciedades y en las cunetas, viajaban al olvido, los desechos de la pobreza. Las viejas calles de San Salvador, mudas y abandonadas a las once de la noche, hacían resonar los motores y los pasos en los tramos estrechos y un miedo reptante invadía el alma de los caminantes.

La ciudad en los años cincuenta guardaba aún recuerdos, tradiciones y se permitía todavía acoger algunos viejos que la habían visto convertirse en ciudad. Viejas casas se escondían del progreso en algunos callejones y algunas casas señoriales temblaban sobre sus cimientos sabiendo que la espada de Damocles del progreso amenazaba su existencia.

En algún bar, un trío desafinado interpreta Sin ti, y  le da a la noche, un aire de nostalgia. El posible cliente trata de seguir la canción con su voz aguardentosa, pero sólo hace que la canción se escuche más descompasada. Anselmo sonríe y pasa de largo por la puerta del bar o tienda parece, que en su interior, alberga unas cuantas mesas, un mostrador de madera lustrado por el uso, sobre el que se amontonan un sinnúmero de envases de cerveza.

Pero Anselmo conduce hacia su destino, o por lo menos piensa que así es. La vieja casa heredada de su abuela puede convertirse en una buena fuente de ingresos y además, puede realizar el largo viaje por el oriente que siempre ha soñado. Sólo estuvo pocas e inolvidables veces en ella, pues su padre, se peleó con su madre y nunca más la visitó, la doña, en una especie de jugada extraña, le había nombrado a él, nieto casi desconocido, heredero universal, herencia que incluía la vieja casona familiar situada casi en el centro de la ciudad en las inmediaciones del Campo de Marte, en donde de niño, había jugado y observado con atenta mirada los vistosos desfiles, que se celebraban en ocasiones especiales.

La vieja pero muy bien conservada edificación, estaba unas cuadras arriba de la iglesia de San Francisco y era, según recordaba, muy fresca, a causa de las brisas que llegaban en la tarde desde el Campo, pero sobre todo recordaba las extrañas canciones que la abuela tocaba al piano. En aquella época eran extrañas pero luego no lo fueron, años después cuando los músicos de la Nueva Era tocaban melodías similares, sonreía sabiendo como había sido aquello posible. Una algarabía acompañaba el atardecer y en sus recuerdos se mezclaba la estridencia de los pájaros en los árboles vecinos, con el aroma de los naranjos en flor que adornaban el jardín externo de la casa. La extraña cláusula del testamento le obligaba a visitar la casa por lo menos dos veces al año: el doce de julio y el doce de septiembre: a la medianoche. ¡Vaya extravagancia!, había exclamado su padre molesto y decepcionado a la hora de la lectura del mismo.

Anselmo recién regresaba de Europa y sus estudios de historia habían llegado a su culminación, pero él, estudioso desde siempre, deseaba continuar, de hecho, se había inscrito en el curso de historia bizantina, cultura e imperio que producían en su imaginación una curiosa excitación y fascinación. Pero fiel al mandato, aquel primer doce de julio, recién llegado del aeropuerto, al bajar en Ilopango y ver el hermoso edificio y al sentir el calor agobiante y húmedo de invierno, impregnado de ricos aromas y recuerdos, sintió que desfallecía; el llamado de la patria era irresistible, encontrados sentimientos se agolparon en su mente y una serie de extraños presentimientos se apoderaron de su espíritu, en aquel instante, desequilibrado. Por razones diversas, recordó hasta bien entrada la noche, que irremisiblemente debía asistir a la casa.

Llevaba un manojo de pequeñas llaves y la larga y pesada del portón principal en la bolsa del saco, y la acariciaba con cierta desconfianza, como si fuese un objeto extraño, aparecido en su bolsa por obra de algún encantador desconocido. Llovía suavemente cuando se estacionó frente a uno de los viejos pero bien conservados balcones; las campanas del reloj de la iglesia San Francisco, daban las doce menos cuarto y del Campo de Marte llegaba una brisa fría. La casa, según mandato suyo, había sido mantenida en perfecto estado de conservación y había dos señoras que se encargaban de mantenerla perfectamente limpia y ordenada, así que no esperaba sorpresas desagradables.

Abrió el portón y el perfume del Paraíso perdido invadió descaradamente sus sentidos, una lluvia de sensaciones y recuerdos se agolpó en su frente produciendo un leve dolor de cabeza, pero una sobrecogedora sorpresa se destacó sobre todas las demás sensaciones, una música increíble surgía de la vieja sala que recordaba a medias: un tango interpretado magistralmente entristecía la noche, y voces alegres hacían presentir una inesperada fiesta. Caminó hasta el corredor y la luna en cuarto creciente se destacaba sobre tejado, las plantas brillaban con intensidad fosforescente y aromas confusos teñían de memorias olvidadas el horizonte de la conciencia. Caminó despacio hacia sala observando el piso que reflejaba la luna y se cortaba a trechos por la sombra de los pilares pintados de gris. En efecto, varias personas desconocidas estaban en ella con sendas copas de cristal de largos tallos, la música había cambiado sin sentirlo y un xilófono con notas cristalinas rompía el ambiente haciendo juego con las copas. Se asomó a la puerta para saludar a algún conocido, y al colocarse bajo el dintel de la puerta, música y conversaciones, de forma sincronizada, se apagaron en un estruendoso silencio y todos le volvieron a ver. De la sala vecina surgió la abuela sosteniendo la larga falda con la mano izquierda, y se abalanzó sobre él, cuando abrió la boca para saludarlo se reinició, por encanto, la música y las conversaciones como si nada hubiese pasado.

Deberías rasurarte querido, dijo pasando sus manos suaves y cálidas por sus mejillas. Anselmo se agachó un poco para besarla, aturdido por el encuentro, pero nada hizo notar. Pensó que soñaba, o eso quiso creer, y dejó que las cosas transcurrieran tal cual sucedían. La abuela le presentó a los invitados y con cada presentación, su sorpresa y confusión subían a niveles rayanos en el miedo y casi pánico, personajes de la historia, hombres de ciencia, filósofos, ocultistas, magos de los cuales había leído en sus estudios universitarios, se presentaban vivos y alegres ante sus ojos que se negaban a dar crédito a la visión histórica más increíble contemplada por ojos humanos.

Una joven de bellos ojos y segura mirada se acercó a saludarlo y la abuela, como si lo esperara, se alejó de él en dirección a un señor con uniforme militar que le hizo una profunda reverencia. ¿ Quién era mi abuela?, se preguntó Anselmo en el escaso espacio de su conciencia aún normal. ¿ Quién es esta mujer a mi lado?, ella, como leyendo sus pensamientos le dijo, tomándolo del brazo, seré tu anfitriona esta primera noche en que rozas la eternidad. Las palabras cruzaban su mente sin dejar huella, solo eran oídas y grabadas en un lugar desconocido de su mente. Vinieron a su mente los lugares de sus peregrinaciones,  sus héroes históricos y algunos de ellos ahí en esa sala fantástica provocaron en su mente un caos y perdió su ubicación, la joven le llevó al corredor y otra transformación se había operado en el ambiente porque lo que vio le causó si eso fuese posible un asombro aún mayor: estaba en una terraza desde donde se contemplaba el mar como si sobre un acantilado estuvieran; ella le tomó de la mano y le explicó que su abuela Medea, nombre que resonó en los oídos de Anselmo como una campanada, era la que propiciaba estos encuentros desde su palacio y que él, descendiente directo de ella perteneciente a la centésima quincuagésima generación, debía por tanto, integrarse al concierto de inmortales que disfrutan de la comprensión del universo; su padre, simple engendrador, de cualidades especiales pero nada más, había sido desechado y él, por decisión de su abuela, aunque cueste admitirlo, enviado a estudiar a la vieja Europa, para que llegado este día comprendiese el alcance de su misión. El velo no cae en el primer asomo a la eternidad, que como alguna vez leíste en el Manuscrito Perpetuo, no consiste en no enfrentarse a la muerte, sino, precisamente, acercarse a ella como a una puerta que te transporta al universo en donde el tiempo no existe, donde el tiempo carece de sentido y solo Dios es verdad.  Recorrió el comedor en donde la plata brillaba como si alguien la hubiese pulido todos los días y en él también, personajes de su mundo académico departían en una – después lo supo, con los años – infinita conversación que era fuente de su sabiduría y universalidad. Caminó guiado de la mano de su “Beatrice”, y él, cual Dante caminando por el incomprensible infierno de su ignorancia, se dejó llevar en un viaje fantástico que rozó los límites de su comprensión.

Al final del tiempo indefinible, fue llevado de nuevo ante su abuela quien le entregó un broche de oro con la figura de un Fénix sobre una montaña y en la montaña el esquema del hombre de Vitruvio. Le besó en la mejilla y tomando el revelo de “Beatrice”, - cuyo nombre ignoró siempre, hasta el día de hoy -, le acompañó al corredor que esta vez no daba al mar, sino al Canal Grande, al final del cual se divisaba airosa, elegante, la magnífica iglesia de Longhena. El tiempo y el espacio son, como ya sabrás, dos espirales que se entrecruzan, subir y bajar por ellas e intersectarlas es parte de nuestra sabiduría, el DNA del tiempo es una simpleza comparada la mente de Dios, algún día – está escrito –  dijo volviendo a la puerta de la sala, comprenderás todo esto. Luego lo besó en la mejilla; en ese mágico instante las imágenes volvieron a la situación inicial, las copas con largos tallos regresaron  a las manos de los invitados y cuando se dio la vuelta para irse, la música de xilófono volvió a escucharse, pero Anselmo, envuelto en la bruma de la desorientación, no quiso volver a ver. Caminó con pasos nerviosos hasta el portón y cundo hubo cerrado, la brisa proveniente del Campo de Marte lo trajo a la realidad. Subió al carro de inmediato, el sol salía tras las torres de la Iglesia y un escalofrío recorrió su cuerpo. Todo ha sido un sueño se dijo en sus adentros, pero al meter la mano en el saco para sacar sus cigarrillos, sus dedos encontraron el broche de oro que relucía para afirmar el milagro.

FIN

Luis Salazar Retana.
San Salvador, 7 de marzo de 2011.

La llamada del amor.

Te he soñado desde entonces en todos los escenarios, en todas las circunstancias, pero jamás en consonancia con esta realidad que ahora te aleja de mi. Desde que no formas parte de mi vida, desde que no formo parte de tu vida.

Recuerdo todos los lugares de esta desestructurada ciudad en la que te he amado. Viejos y variados restaurantes  de todas las nacionalidades, me acuerdo que te gusta la comida china, las pupusas quizás revueltas, ya hace tanto tiempo, el amoroso menú gastronómico de nuestros encuentros se diluyó y se concentró en la sola cerveza ligera que aún recuerdo  te gusta. O te gustaba, el tiempo nos cambia, querida.

He recordado también los íntimos encuentros bajo las luces mortecinas de la ciudad informe, sin barrios, ni avenidas, sólo callejones y lugares sombríos a los que la luz llegaba a través de la ramas densas de los almendros de río y de los laureles de la india, cargados de bullicios de pájaros y de sugerencias incomprendidas.

Desperté, sonriendo porque había soñado  con las largas conversaciones en la penumbra en las que te acariciaba casi con dulzura, pero creo que nunca lo fui, tierno, dulce amoroso, creo que no. Era una relación visceral, -qué término más absurdo e impertinente querida-, pero quizás se ajusta a esa relación extraña que nunca supe que era hasta que te alejaste en el túnel oscuro del olvido y entonces yo, comprendí alucinado lo que había perdido. No sólo tu presencia, calmada, satisfactoria, paciente y lo más probable sufriente, sino un mundo de ensueños, de escenas futuras que nunca llegaron a realizarse, donde te amaba en el lugar en donde sólo dos podíamos existir, y te cocinaba manjares de novedosa invención, entre risas y besos, una especie de Paraíso inventado sólo para ser felices, sólo para esos sueños imposibles que jamás habrían de convertirse en realidad.

Los caminos o ramas quizás del árbol, frondoso  por cierto, de nuestras vidas, al menos el mío, se deshojó de la noche a la mañana y los pájaros que anidaban en sus ramas  volaron para no regresar jamás y dejaron mi vida en el silencio oscuro de  la desesperación, ese denso silencio que nos deja flotando en una nube espesa que no nos permite situarnos en el Universo del sufrimiento, porque somos puro sufrimiento.

He buscado esos momentos felices, realmente felices, que tú dices que nunca existieron, déjame decirte que en  alguna medida tienes razón, fueron tan pocos, pero me pregunto ¿por qué?. En esa búsqueda casi fantasmal, creo percibir una noche oscura en una vieja ciudad, caminando por una empedrada acera tomados de la mano, en un Universo que sólo existía para nosotros, los demás eran sombras y nada más, pero nosotros éramos, quizás la única vez que fuimos, en ese sentido extraño que tiene la expresión, fuimos, nosotros dos, íntimamente solos, ajenos al Universo exterior, existiendo en una burbuja de tiempo y espacio que proveía un escenario incomparable, íntimo, oscuro como nuestra relación que nunca pude nominar, porque nunca fue lo que tú pensaste o lo que la gente pensaba. Fuiste novia, amiga, compañera, consejera, pero nunca amante. Realmente era bella, transparente, pero ni yo ni tú pudimos definirla y al no poder definirla no la comprendimos, tu y yo, querida, compartamos, por favor, ese error.

Era algo etéreo, desesperante, apasionado, irreal las más de las veces, pero profundo, doloroso, de agudas aristas hirientes. Eras todo lo que podía aspirar, pero también lo poco que podía dar, sí, tienes razón debí de dar más, de pronunciar las mágicas palabras que romperían el nudo gordiano de nuestras pasiones, ternuras, sentimientos, lamentos, tristezas, alegrías, sueños utópicos enredados en la maraña indefinida inexistente de nuestro futuro, absolutamente incierto. Un futuro descabellado que pudiera plasmarlo en una Divina Tragedia, porque Dante  encontró a Beatrice en donde no la podía poseer o tomarla consigo, mientras que yo te encontré en la vida real, donde Dios nos pone a jugar el complicado ajedrez de nuestras existencias, sobre todo cuando jugamos en el infinito laberinto que es el juego del amor. ¿Me entiendes?

Nunca te he perdido, porque nunca estuvimos realmente juntos, nuestro mundos se rozaban como dos canicas que chocan entre sí, pero jamás se vuelven una sola, porque mi corazón era duro, no sé si el tuyo también y el amor, para que dos almas, corazones, vidas se fusionen deben ser blandos, amables, en fin querida, dejarse amar, yo no me dejé amar por la soberbia derivada de mi juventud liberal, el hecho de haberme hecho a mí mismo, sin ayuda de nadie, me provocó un estado de suficiencia en donde todos, incluso tú, eras accesorio de mi vida, no parte integral de ella.

Cuando partiste, se destilaron en mi corazón todas las esencias, y obtuve concentradas formas de venenos para el alma que entorpecieron mi vida, la muerte me tendió su mano, que sólo por mi fe en Dios pudo evitarla y salir indemne del reto y del llamado del destino perverso.

He buscado también en el extenso desierto de mi memoria afectiva, cuántas veces te oí decir ¡mi amor!, no recuerdo querida, ni sé si alguna vez lo dijiste, ¡qué relación extraña! y a la vez tan simple, porque nos amamos hasta lo indecible, hasta lo imposible y quizás esto último fue lo más real, éramos imposibles, los diseños de nuestras vidas no coincidían en ninguna parte, sólo en el desordenado espacio de nuestra imaginación y de nuestro mundo reducido, de sombras y escondrijos, de utopías infinitas y de laberintos sin solución posible.

¿Cuántos años fueron querida?, no tengo la mínima idea, porque el tiempo y el espacio  se curvan y perdemos su verdadera dimensión cuando navegamos por él con el corazón en la mano y la mente en los infinitos Paraísos que el hombre ha diseñado a través de los siglos. Esos espacios y Paraísos en los cuales  ninguna brújula nos ofrece un norte capaz de situarnos en la realidad. 

Yo sé que nada de todo esto existe ya, al menos en la forma que fue. Una forma que se diluyó en el tiempo, en tu olvido y ahora sólo existe en mi mente, porque en la tuya como me dijiste un día, lo que pasa pasa,  y cuando pasa deja de existir; que maravilla de Universo el tuyo, tan inteligente, tan práctico, tan afincado en la realidad. Pero a pesar de tus esfuerzos y a pesar de mi memoria implacable, obsesiva, que jamás olvida algo, detalles sí, lo admito, pero las líneas generales de la urdimbre de mi vida son imborrables, son consustanciales con las neuronas de mi cerebro, y a pesar de todo te sigo amando, es más, diría que vivo en un mundo invertido en el que primero te amé y después me fui enamorando de ti, ¿cómo pudo suceder eso?, no me lo preguntes, es así. Eso es un milagro de rara invención como dijo Bradbury, pues con lo que sé, con lo que recuerdo, con lo que hiciste, debería haberte borrado de mi vida…y no ha sido así.

Y es que además sigues a mi lado, serena, imperturbable, contemplándome desde el trono de diosa en que te he situado, voluntariamente aceptado y deseado, y me das exactamente lo que quieres darme ni un aliento de más y ¡Oh dioses del Olimpo!, yo soy feliz con ello, tu lo sabes, siempre lo has sabido, siempre lo he sabido, que aunque sin brújula y sin destino, no podemos estar lejos el uno del otro, aunque desconozco la extensión de esa lejanía, al menos la que tu soportarías. Pero la mía tiene la extensión de mis brazos, debo al menos rozar tus brazos, tus rodillas, y discernir las pequeñas arrugas que ahora ¿adornan? tu rostro, ver el rojo luminoso de tu cabello brillando como aura alrededor de tu cabeza.

Pareciera como parte de una tragedia escrita con anterioridad en un mundo en el cual ya existimos, creería que nos volveremos a encontrar, porque un amor tan potente no puede quedar sin cerrarse, sin cumplirse, sin realizarse. Dios, que nos ama hasta límites inverosímiles, nos dará en otro tiempo, quizás en otro mundo, en otra vida, un lugar en donde podamos empezar de nuevo y sabiendo los errores de nuestra infancia universal, corramos exactos, presurosos hacia los valle del Amor en los que el horizonte infinito y lineal no ofrece la orientadora visión de las montañas, ni el obstáculo agreste de las rocas filosas que nos hacen tropezar prolongando la distancia de nuestros destinos, sin alcanzarlos jamás. Ahí te esperaré. Yo, querida mía, partiré antes que ti.

FIN