viernes, 7 de septiembre de 2012

San Salvador, 5 de septiembre de 2012
La envidia.
Invidia.

 

La envidia, ¡ay la envidia!, no sé si sea un pecado muy malo, pero ciertamente es muy feo. Se parece a la avaricia, pero además de desear en exceso, sufren horriblemente cuando no lo consiguen y desean que los que poseen el objeto de sus deseos lo pierdan. Agonizan por causa de las virtudes y excelencias que ven en los demás y que ellos desean con desesperación. Por eso se dice que en la envidia, sufre el envidioso y el envidiado a veces ni cuenta se da y esto hace que el sufrimiento  se vuelva más violento, insoportable e insuperable lo que lleva al pecador a la difamación, a la violencia física y gozan cuando la honra, talento, posesiones del envidiado son puestos en entredicho. Gozan de muy mala manera cuando el objeto de su envidia tiene algún tropiezo, y muere espiritualmente,  cuando aquel triunfa.

Es un pecado infantil, de inseguridad del propio valor, que surge de pensar demasiado en los demás y nada en sí mismo, una ceguera sobre los propios valores, que todos tenemos. Ven a su alrededor para observar quien está mejor que ellos, y gozar “en sufrimiento” cuando alguien cae, por ello, Dante en el infierno les cose los párpados a los condenados por esta debilidad humana que encuentra  placer  viendo caer al prójimo.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua la define como: “tristeza o pesar del bien ajeno, deseo de algo que no se posee”; esto último implica bienes materiales e intangibles como la fama, el éxito, el poder de los demás que son los que más dolor y angustia producen. Los artistas son famosos por sus envidias, por sus recelos de las cualidades de los demás, por el genio que les sobra a unos y les falta ellos.

Es una de las más dolorosas causas de la infelicidad, el envidioso es prisionero de su mediocridad, de su escasa calidad humana, de su infantilismo, que desea todo para sí. Es, definitivamente, un sentimiento de inferioridad, que produce odio hacia las excelencias de los demás y entonces se vuelve peligroso porque potencia el deseo de hacer mal al envidiado. Incluso se llega al asesinato por causa de ese estado de frustración, de impotencia, de alcanzar lo que para él es inalcanzable.

Esta infelicidad mental, negativamente intelectual, esta debilidad, produce en ocasiones una reacción opuesta y surge, de muy mala manera, un complejo de superioridad, falsa por supuesto, y el individuo se vuelve insoportable, con sus auto elogios, con sus ridículas poses, que cuando se disfruta de algún poder los vuelve acosadores, impertinentes, en fin, el típico fatuo, que en su interior sabe de sus carencias y de su falta de talento. Jamás acepta consejos de nadie, ni elogia ideas que no son propias. Creo que los envidiosos no necesitan ir al infierno, viven en él, sufren en él, gimen como niños malcriados en él. La envidia, ¡ay la envidia! Ya decía Tucídides que, “ todos los tiranos de Sicilia no han inventado nunca mayor tormento que la envidia”. Qué sabio.

LSR