miércoles, 5 de noviembre de 2014



Homenaje a John Keats.
A Sonia.

Hay cosas absurdas. Por ejemplo, a los veinticinco años era una ridícula idea, aquella de que no me iba a enamorar jamás de nuevo. Después con los años descubrí que amar es importante, pero más, estar enamorado. Descubrí también que era más difícil. Quizás eso es lo que Keats pensaba en ese maravilloso poema " ¡Brillante estrella!, si fuera tan constante". Pienso, y puede ser que esté equivocado, es lo más probable, que es un poema al enamoramiento, no al amor, hay una sutil diferencia, tan fina y transparente que confunde, pero los años nos ayudan a distinguir con mejor certeza las infinitesimales aristas de la existencia, la compleja geometría de las relaciones amorosas. El milagro es que un poeta como Keats lo sepa a los veintitantos años, murió a los veinticinco, eso es cosa de genios y no se puede explicar. Pero para los normales seres que poblamos este mundo, entender el profundo significado de estar enamorado es un complejo ejercicio intelectual.

Amar, es inercial, estar enamorado es absolutamente dinámico, creativo y perpetuo, lo inercial se agota, lo dinámico y creativo se reconstruye, se modifica, se airea continuamente y mantiene la suave levedad de una relación amorosa, crea nuevas estructuras de entendimiento, afianza la relación en sus más profundas raíces. Keats lo piensa así, "despierto por siempre en un dulce insosiego", despierto, atento, primera condición; insosiego, movimiento continuo, segunda condición. Esa es la clave, no podemos estacionarnos en ninguna época, ni vivir de recuerdos, hay que volver cada día de la vida irrepetible, inventarse cada día, estar en un insosiego que crea circunstancias nuevas, en donde como las flores, nuestro amor se expande, se enriquece y se adapta a los cambiantes ritmos de nuestra existencia.

De ahí proviene el equilibrio: la vida y la evolución del amor propiciada por el enamoramiento. Y allí está también la desorientación; como sucede en la vida, el amor es intangible, no se basa en lo que acumulamos materialmente, sino en lo que nos expandimos espiritualmente, hay que estar conscientes que cada época de la vida tiene su encanto, para descubrirlo por supuesto, hay que abrir los ojos del alma. Que estas cosas ya no funcionan, bueno, hay que ver lo que sucede en el mundo para darse fácilmente cuenta que lo actual funciona menos, mucho menos.

Una condición es indispensable para este equilibrio, sintonía. No es impulso masculino ni femenino, es una fuerza compartida, un destello que ilumina a dos personas, que ayuda a perpetuar la belleza del inicio, del primer encuentro. El mismo Keats lo expresa magistralmente en el primer verso de su Endimión, "Una cosa bella es un goce eterno" y no hablo de la belleza física de Endimión que fue incorruptible, pero perdida en un sueño, me refiero a la belleza invisible, pero sentida, viva y despierta, interna y profunda, de aquel universo gemelo del nuestro que viaja con nosotros, entre luces y oscuridades, hacia un mismo destino, un destino compartido, deseado, querido, que con los años se convierte en fortaleza y alivio mutuo y que en un proceso de alquimia singular se convierte en uno solo y somos entonces una sola alma, un solo corazón. Estoy seguro que ese es el reino prometido, el regreso al Paraíso perdido.

Ese es el lugar al que Keats cantó en esa maravillosa estrofa, "No muere la poesía de la tierra jamás". El lugar donde moran los enamorados, en donde ni los años cuentan, ni la muerte separa.

Estar enamorado es construir el amor cada día, y eso es encontrar el lado sublime de la vida. El verdadero sentido de la vida. Keats lo encontró en el principio y fin de su efímera existencia. Es nuestro perpetuo anhelo, mi anhelo constante.

LSR

San Salvador 2 de noviembre de 2014.

Oda al verano

Dos días después de la última lluvia, todo cambió por completo, el cielo se mostró azul, brillante, nubes largas como retazos de finas sedas viajaban alegres con el viento que tenaz, moviendo también las ramas de los árboles, creaba la danza eterna del movimiento perpetuo de la incansable naturaleza. Había llegado el verano. Un olor delicioso flotaba en el ambiente, no era algo conocido, era un aroma no identificable, algo sobrenatural, alegre, dulce, como mañana en el campo impregnada de aromas de flores silvestres, brisas perfumadas y humos de maderas desconocidas.

La división entre el invierno y el verano no sólo es climática sino espiritual. Nos traslada a tiempos idos, el cuerpo y el alma se vuelven más livianos, el aire es más tenue, los pensamientos más alegres y positivos, el viento fresco del norte acaricia el espíritu y se lleva los pesares y los desencantos. Pareciera que el aire del verano calma el dolor y pinta de colores más brillantes nuestra exuberante naturaleza, nuestra imaginación y fantasías.

Ayer en el mar, vi los primeros celajes del verano, hacia el oriente sobre el imponente volcán de San Miguel, fiera dormida, que hoy respira con furia contenida, rosadas nubes, como aquellas de las auroras homéricas, alegraban el cielo que se preparaba a dormir en el oscuro lecho alumbrado por miles de relucientes estrellas. Recordé emocionado los versos puros de la Oda al otoño, del exquisito poeta Keats:

«Cuando el día entre nubes desmaya floreciendo
y tiñe los rastrojos de un matiz rosado,»

Y reflexioné como el mundo repite su belleza en todo momento y en todo lugar, en la rubia Albión de Keats o en la furia tropical de Alfredo Espino, en las frías comarcas del norte o en esta cálida tierra de lagos y volcanes, de verdes, perfumados cafetales y plateados cañaverales. De gentes con corazón, que luchan día a día por su futuro. Hoy en la mañana vi la primera piscucha, blanca, casi transparente que «colazeaba» como caballo relinchón, mientras sus flecos vibraban como si estuvieran ateridos de frío, recordé las lunas que papá nos fabricaba de papel de China, con colas de trapos de camisas viejas y varitas de bambú que él mismo trabajaba.

El principio del verano es la puerta de ingreso a una época maravillosa, un tiempo preñado de entrañables recuerdos y de íntima paz espiritual, producto de acontecimientos tan dispares como el día de los difuntos, de todos los santos, de la Navidad y Año Nuevo. Tiempo de recuerdos de infancia, seres queridos que nos dejaron y otros que llegan. Este verano es especial para nuestra familia por la llegada de Matilda, que une sus gritos y sonrisas a nuestra alegria familiar. Cada miembro que se agrega, mis hijos, mis nietas Andrea, Adriana, Matilda, es agregarle años a nuestra eternidad que empieza con ellas y que espero no termine jamás.

En fin, el verano nos anuncia el nuevo año, un ciclo que se cierra y otro que se abre al futuro suavemente, cargado de sorpresas y alegrías, quizás de tristezas, pero siempre lleno de esperanzas, siempre pleno de buenas intenciones de proyectos y anhelos que reflejan el alma indomable de los que amamos este país y deseamos lo mejor para él. La Navidad que se aferra amorosamente en nuestros recuerdos infantiles y su carga de símbolos religiosos y profanos, los nacimientos y árboles, que alumbran las noches frías y suaves de una época que nos envuelve en nubes de algodón de azúcar.

Quizás esos buenos sentimientos de fin de año provengan de los recuerdos de nuestra infancia que llaman insistentemente desde el pasado y volvemos a ser niños transfigurados por la vida pero niños al fin; los que somos padres lo sabemos, nuestros hijos nunca crecen, siempre son los niños que vimos crecer, los que caminaban inseguros por el jardín de la casa, los que curábamos de sus heridas y raspones. Los que amamos incondicionalmente, porque son sangre de nuestra sangre.

jueves, 30 de octubre de 2014

Sueño de la primera noche de verano.

San Salvador, 26 de octubre de 2014.

Sueño de la primera noche de verano.

Me gustaría un país que fuera de nosotros los salvadoreños, no propiedad de los partidos políticos, menos del gobierno. Un El Salvador, que fuera de todos, no de una clase, ya sea esta económica o política. Un El Salvador en donde todos pudiéramos contribuir a su gobierno y no depender de lo que unos pocos mal piensan, sino de lo que todos pensamos. Un país en el cual todos participemos reflexivamente del gobierno y seamos creativos y responsables de lo que sucede dentro de sus fronteras. Un país libre de corrupción, violencia, impunidad e injusticias. Un país en el cual impere la ley. No que ésta se adapte a los intereses partidarios. Un país de gente honrada. De gente trabajadora. De gente responsable que luche por crear un gran país con esfuerzos continuos y sin desmayo. Crear un gran país significa hacer un gran esfuerzo, honrado y responsable. No existen alternativas fáciles, ni indoloras.

Es que esta primera noche de verano la he querido vivir con plenitud, me he quedado despierto hasta altas horas de la noche, no sólo por el estruendo de las ráfagas de viento, sino también y principalmente por las ráfagas de patriotismo que azotan mis pensamientos. Reflexionar sobre El Salvador se ha vuelto un acto de dolorosas resonancias. Ver el presente, imaginar el futuro es un ejercicio intelectual de dolidas sensaciones y sobresaltos. Y las conclusiones, como mencioné en el primer párrafo, hacen arribar a la mente soluciones irritantes, complejas, de difícil ejecución y de largo aliento, capaces de desanimar férreas voluntades y esforzados corazones. Pero hemos tenido fama de luchadores, muchos jóvenes, menores de treinta y cinco años, ignoran por completo que fuimos un país famoso por lo esforzados en el trabajo, luchador, que con esfuerzo y orgullo nacionales, genuinos y auténticos, convertimos este minúsculo espacio geográfico, en ejemplo de Centroamérica y de muchos países de América Latina.

Escribo esto no como reclamo ni queja, sino como una llamada de alerta, de aliento para ver si nuestra juventud actual, trabajadores, comerciantes, empresarios, funcionarios gubernamentales, políticos y la ciudadanía en general, recuperamos ese orgullo perdido, esa valentía de sobreponerse a las dificultades y alcanzamos de nuevo al cima de nuestro potencial humanos que, con justa razón y conocimiento de causa, certifico que es enorme y de calidad, no sólo intelectual, sino humana, que es desde mi punto de vista todavía más importante.

¿Cuál es realmente nuestro problema? Esta pregunta tiene infinidad de componentes, económicos, culturales, políticos, religiosos, sociales. Pero sobre todos ellos destaca uno: la perversión y deterioro de las condiciones humana de la sociedad. Humanas en el más alto sentido del término, somos seres humanos porque pertenecemos a un conglomerado social que debería ser unido, justo, solidario, cooperativo, responsable y sobre todo de amor al prójimo, para Freud, uno de los fundamentos de la vida civilizada. De lo contrario seríamos nada más que otros animales poco evolucionados, carentes de lenguaje y sobre todo, de dominio sobre el pensamiento abstracto que es lo que ha elevado al hombre sobre todas las especies.

Hoy se habla mucho de ciencia y tecnología, para nosotros países pobres es un problema y un reto, las necesitamos a ambas, es poco menos que imposible subsistir sin ellas, pero centramos tantos esfuerzos en las mismas, que olvidamos la parte humana, la parte que estamos obligados a resolver en primera instancia y que menospreciamos creyendo que aquellas son el centro de la vida, el centro del progreso y nos olvidamos que es el ser humano y sus circunstancias el que está en el centro de todas las cosas, que es él el que tenemos que alimentar con valores, virtudes, para que aquellas funcionen a cabalidad y en beneficio de la sociedad en general y no de ciertas clases, económicas la mayor parte de las veces, o políticas que, al menos al día de hoy, han relegado a la población a niveles de apéndice de sus intereses.





miércoles, 1 de octubre de 2014

San Salvador, 14 de septiembre de 2014.

La ternura

Hay sentimientos que parecieran haberse apagado en el universo. Como si la civilización materialista de hoy día se hubiese ahogado en la violencia, las guerras incesantes, la banalización del mal, tan de moda hoy en día, hubiesen convertido el alma humano en zona de desiertos y espinas, de sequías inmensas, de yermos carentes de virtud y de los más nobles sentimientos. Yo he resentido, por sobre otras dolorosas pérdidas, la casi desaparición de la ternura. Ese sentimiento sutil, casi etéreo que se presenta sublime en todos los tipos de amor verdadero, esposa, hijos, hermanos, nietos, es como una suave aura que nos envuelve en el dulce encanto de la práctica del más puro humanismo.

Ternura, viene de tierno, suave, recién surgido, la etapa primera dócil y delicada, de sentimientos sutiles, sentimientos cuyo grado, cuya intensidad se mide en corazones.

Una de las causas de su desaparición, es como expuse anteriormente, la banalización del mal que lo normaliza falazmente, que insensibiliza a las personas y las hace renunciar a la expresión de sus más refinados y sutiles sentimientos, como si ello fuera síntoma de debilidad, cuando en realidad es todo lo contrario. Solo las personas seguras de sí mismos expresan con libertad sus sentimientos. La expresión del amor, no sólo de palabra sino de acción, es hoy paradójicamente, más tabú que el sexo. Se muestran las desnudeces y relaciones sexuales con más frecuencia y más explícitamente, que la ternura, sobre todo en los hombres. Y eso creo, ha restado a las relaciones esa finura, ese respeto que antaño rodeaba el noviazgo y que en alguna medida hacía que las relaciones matrimoniales fueran más duraderas, más acertadas y es que la ternura provoca respeto, admiración, sentimientos de unión y agradecimiento. Nada hay más dulce que la suavidad de una caricia tierna.

La ternura aunque se pierda en la juventud, siempre retorna en el otoño de la vida, como que perdemos miedo a expresar nuestros sentimientos y los mostramos abiertamente, porque en la sabiduría que confieren los años, encontramos lo absurdo que es ocultarlos, pues con ellos proporcionamos y nos proporcionamos alegrías infinitas y momentos de dulzura inefables.

La ternura es un sentimiento entrañable que da valor a nuestro espíritu y calor amable al alma de quien lo recibe. Es una forma simple, pero poderosa de armonizar con los demás, de integrarnos al espíritu amoroso del Universo, donde alcanzamos la plenitud y somos felices. Sólo los espíritus plenos, delicados son tiernos, los que no sólo viven de pan, sino de las maravillas del espíritu y sus emanaciones suaves y placenteras que constituyen uno de los grandes disfrutes de nuestra existencia. Porque la ternura es íntima expresión del ser no del tener, que todo lo embota y deforma. Es expresión de nuestra sensibilidad y sobre todo de la sinceridad y exquisitez de nuestros sentimientos.

Las madres son la máxima expresión de la ternura, su amor absoluto incondicional por los hijos es sorprendente y digno de los mejores elogios, pero...¿por qué no es así en los hombres?, ¿qué nos impide ser tan amorosos como las madres?, creo que no es normal. Hay algo en la educación humana que nos hace fallar en ese sentido; miles o quizás millones de años de prepotencia y dominio masculino, han adormecido, suprimido, reprimido ese sentimiento tan puro y tan suave. No creo que tenga que ver o interferir con el valor, hombría o autoestima masculinas. Es sencillamente otro sentimiento excelso, que deberíamos de hacer aflorar y mostrar cuando es necesario, porque lo es. Dice Fernando Sabater “El amor sin ternura es puro afán de dominio y de auto afirmación hasta lo destructivo". Completamente de acuerdo.

En fin, la recuperación de la ternura como sentimiento de armonía y humanidad, es una necesidad para contrarrestar la violencia, el desamor y la falta de solidaridad en este mundo materialista y consumista que nos abate y nos hace esconder nuestras más puras esencias. La sabiduría nos devuelve esa capacidad.

sábado, 14 de junio de 2014

San Salvador, 8 de junio de 2014.
La espiritualidad.

Toda versión de Dios es autobiográfica
Emil Cioran

Cuando te libras de la creencia en otras vidas, encuentras la paz. Descubres que la vida es disfrutable, que eres libre, sientes que vives sin cortapisas, ni temores absurdos de infiernos o cielos inventados por las religiones, el premio o el castigo deja de ser tu norma de conducta y entonces te vuelves completamente humano en el más excelso sentido del término. Vives para ser humano, amando a los demás porque son como tú, seres de una misma especie que viven en un mundo que debería ser disfrutado por todos y deberíamos de luchar por ello; cuando los demás son felices también nosotros compartimos su felicidad, pero no podemos serlo con tanta pobreza a nuestro alrededor, que en buena medida es productora, potenciadora de la violencia que abate a nuestra sociedad y tantas otras pobres sociedades del mundo.

La vida real, a pesar de lo que se diga y escriba, es esta que tenemos entre manos, y además es única, no hay otra, todas las demás después de la muerte o en otros absurdos universos, derivadas de mitologías modernas o antiguas, son pura especulación, sin ninguna base ni demostración; se puede pensar lo que quiera, pero pensando racionalmente, no hay argumentos para demostrar cualquier otra vida, cualquier Paraíso o Infierno. Espejismos, manipulaciones religiosas, tendientes al dominio y estafa de las personas, buscan el poder espiritual que luego los lleva al poder económico y como hemos visto a través de la historia y últimamente en los países subdesarrollados y sin cultura, al poder político, el peor y más corrupto de todos los poderes. Conoce, bucea, investiga racional y diligentemente en la historia de las religiones para saber el verdadero sentido y propósito de ellas, el inmenso dolor que causan y han causado, el poder terrenal,- ¿para qué?- que han acumulado. Si no, mira a tu alrededor, no es difícil darse cuenta lo que persiguen los líderes espirituales de nuestros días y de todas las épocas. Se debaten entre lujos y fastos mientras los fieles viven en las penurias más crueles y todavía tienen que dar diezmos y primicias a la iglesia de Dios; ¿crees que Dios, infinitamente justo, amoroso, desea eso que se llama explotación? Todo ello basado en el indemostrable mito que ellos son sus representantes. ¡Patrañas!

La espiritualidad no es exclusividad de las religiones ni de creer en Dios. Se puede ser muy espiritual, satisfactoriamente espiritual, sin religión. Dios puede existir o no, para mi, existe; no el Dios convencional, plagado de imperfecciones, no; uno que puede, si Él lo desea, prolongarme o acortarme la vida, ayudarme o no en este mundo, pero no tiene ninguna obligación de hacerlo y ninguna necesidad de darme otra vida y menos para ese concepto absurdo que se llama eternidad o el de la reencarnación, que aunque la veo más justa, no se sostiene por ningún lado, sobre todo si no te das cuenta que has reencarnado, si no te das cuenta que has existido antes, qué caso tiene entonces. Sólo los tibetanos y algunos occidentales que no entienden a cabalidad el mito y que además lo han mezclado falsamente con la física moderna, especialmente la cuántica, creen en esa lucubración exótica, absurda, imposible. Premios y castigos son debilidades humanas, difícilmente compatibles con un Dios infinitamente amoroso. Haz el bien enfocado a quienes te rodean, tu familia, tu pueblo, por este mundo, hazlo por que deseas hacerlo, porque te sale del corazón ayudar a los demás, no porque quieres un premio o evitar un castigo u otra vida maravillosa después de tu muerte. Eso es egoísmo puro, negocio divino, más bien engaño divino, pero no sinceridad espiritual.

Esta especial, genuina espiritualidad es una decisión libre y estrictamente personal, como deberían ser todas las decisiones de la vida en el plano espiritual, sin amenazas de infiernos o castigos eternos, sino por convicción de que haces, en libertad, lo mejor para ti, para todos.

sábado, 24 de mayo de 2014

San Salvador, 24 de mayo de 2014.

Los días y las noches.

El día luminoso, aun con la mortecina luz de los días nublados, es un portal a las cosas que alumbran nuestro espíritu, es un remanso de descanso de las oscuridades de la noche, de las reflexiones profundas, de los pensamientos divinos que nos envuelven en el sueño reparador del oscuro silencio. El día es el universo de las verdades materiales, de las preocupaciones cotidianas, el campo de batalla en donde se sobrevive o se muere en el intento de ser feliz. Porque la felicidad es producto de un esfuerzo, no es gracia de Dios, sino de nosotros que vivimos en este mundo; la vida sí que es regalo de Él para nuestro disfrute o perdición, pero la felicidad efímera es nuestra personal creación. Y es una creación tan personal, que es intransmisible, sí puede ser compartida pero pienso que no enseñada. Y nosotros decidimos con quien hacerlo, me parece que lo refleja muy bien, aquel poema del Conde Arnaldos que oyendo a un marinero cantar una canción maravillosa se la solicita y aquel le responde de esta intrigante, aleccionadora manera,

«Por tu vida, marinero,
dígasme ora ese cantar.»
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
«Yo no digo esa canción,
sino a quien conmigo va.»

Por allí va la felicidad, uno la comparte con quien camina a su lado, quien lo sigue en el camino a Ítaca, ese camino de luces y sombras que es el real corazón de la vida, porque la meta es el final. Por alguna extraña razón, para mi la felicidad ha sido una emoción casi siempre diurna, las noches oscurecen mi vida, avivan mis sentimientos místicos, mi unión con Dios, que no puede llamarla felicidad, pues para mí su presencia abstracta, divina, incomprensible, no deja de crear en mi espíritu un temor reverencial que no puede ser feliz, sublime sí.

Por eso los días de lluvia, con su íntima atmósfera, me concentran en mis más puras esencias, me sumerjo en la lectura de mis favoritos, que son legión; platico serenamente con los que amo y entonces, la felicidad florece entre el murmullo de la lluvia y los resplandores de los relámpagos y escucho cierto tipo de música que deja algo en la mente. Hoy ha llovido todo el día, una lluvia imprecisa, suave, discreta, acariciadora, como las lluvias que he amado, escuché en su siseo mi nombre y luego oí a Bob Dylan y Leonard Cohen, esos hombres raros que con sus poemas renovaron la música; algo de Bach y de Arvo Pärt ese místico músico que en pleno siglo XXI sigue alabando a Dios, como hizo Bach, con su música maravillosa. Lo mismo me sucede en la contemplación de nuestro paisaje exuberante, nuestro maravilloso volcán que no me canso de elogiar su cambiante colorido, sus formas tranquilas, sus verdes infinitos. Las plantas brillan y un aura de vida cubre sus follajes. Oigo el canto de los pájaros.

Las noches con su oscuridad, atávicamente nos regresan a los tiempos de los temores existenciales, vinculados a la muerte, al acecho del enemigo, los ataques traidores, las peligrosas fieras salvajes y ciertamente siguen existiendo pero ahora las preocupaciones nocturnas son de índole económica, sentimental, laboral, sociales, derivadas de la violencia y la odiosa inseguridad que acechan constantemente nuestras vidas, el miedo existencial siempre nos acompaña, se potencia y exacerba en la nocturnidad.

Las cosas ocupan su lugar en el momento preciso, si no la vida sería un caos. La felicidad debe coincidir con las cosas que amamos en libertad y con pasión, a la luz de los rostros que veneramos, los que nos acompañan amorosamente por nuestra vida y que van desde nuestros abuelos hasta nuestros nietos, felices quienes hemos tenido la dicha de poseer esas cuatro generaciones que incluye a los padres y hermanos, sangre de nuestra sangre, mosaico de generaciones que crea el ADN formal de nuestra existencia. Realmente soy feliz, he sido feliz, cuando debo serlo.

viernes, 2 de mayo de 2014

San Salvador, 17 de febrero de 1995.
Lucrecia.
Hay amistades y amores, empezó Manfredo con aplomo, que carecen de simetría; por los gustos, por la edad, por lo aleatorio de las circunstancias que las engendran, pero su influencia se percibe toda la vida, la vida de uno de los dos, no importa que la de uno de ellos sea corta. Empiezan de formas casi accidentales, se accidentan más en algún momento, pero luego permanecen suaves, perfumadas, llenas de nítidos recuerdos, como violetas secas en viejos libros de poemas
¡Por Lucrecia!, diosa de la juventud, musa de mis días imprecisos de preadolescente. Levantó el vaso de Vodka y todos, casi sin pensarlo, levantamos los nuestros.
Lucrecia Blanche, continuó como sumido en un lejano recuerdo, era lo que se llama una mujer-niña extraña, pero extraordinaria. No se si se enteró de los motivos de la vida, de las penas y sufrimientos, pero lo más probable es que no, simplemente la vivió con esa pasión que sólo cierta juventud elegida posee. Así fue de increíble su vida. Su corta vida.
Vivía en una vieja pero hermosa casa, heredada de su abuela, que quedaba detrás de la de una tía materna mía. Solamente la separaba un “recibidero” de café de Borgonovo, administrado o cuidado - no estoy seguro - por un señor, todo el mundo lo conocía en Santa Tecla, que iba siempre muy pulcramente vestido, sombrero de fieltro y hasta de saco, pero descalzo. No sé si había oído hablar de don Justo Armas o viceversa, pero era, respetando las debidas diferencias, su doble imperfecto.
Lucrecia debe haber tenido cuando la conocí, unos veinte años, yo doce o trece y a mi me parecía salida de algún cuento, que no sabía si era de hadas o de brujas, pero aún en este último caso, era ella siempre Blanca Nieves.
Sus largos cabellos dorados, casi rojos en algunos lugares y vestida siempre de terciopelo hasta los tobillos, negro o morado suave, violeta diría hoy, la convertían en la exacta imagen de las princesas que yo veía en las ilustraciones del Tesoro de la Juventud, que mi padre me regaló cuando tenía como nueve o diez años. Lucrecia, con sus exóticas vestimentas parecía flotar sobre las baldosas blanco y negro como ajedrez, del pulido corredor de la casa. Siempre llevaba una copa de algo, no necesariamente de bebida alcohólica, en la mano y tenía una especial forma de quitarse el cabello de cara, una tranquila forma de moverse como si se dispusiese a volar casi sin que nadie se percibiese de ello, dejando tras de sí un viento divino, Kamikaze, dicen los japoneses, que obligaba a los mortales a lanzarse tras ella. Jamás había pisado un teatro pero era la imagen perfecta de la actriz genial, más tarde, mucho más tarde en mi vida, la asocié, por su forma de desplazarse, indisolublemente, a Isidora Duncan y, por su rostro, a otra mujer más extraordinaria aún, que luego les diré quien es. Tenía sus manos largas, suaves y tan blancas que las venas azules se percibían con facilidad, era realmente blanca como la leche con ligeros tonos dorados, de estar casi siempre encerrada en su cuarto en donde, en una oscuridad casi total, bebía, moderadamente, y fumaba casi siempre, acompañada de amigas y amigos de su juventud aunque quizás debería decir de su infancia. Algunos días la vi con ellos ya casi al oscurecer, pasear en el parque, cuando la niebla bajaba de La Gloria y enfriaba el ambiente volviéndolo delicioso y misterioso; yo, en esas ocasiones, me quedaba congelado contemplándola y absorbiendo extático, hasta el último aliento de su desbordante alegría. Nadie dejaba de admirarla, era imposible que en algún lugar, su risa de pájaros y su vibrante figura, pasaran desapercibidas. Muchos la deseaban, no sé cuántos habrán obtenido de ella alguna limosna.
Había enviudado joven, de diecinueve años, en el mismo que se casó y había sabido disponer de su viudez con gran conveniencia y alegría. En una esquina de la habitación donde dormía y recibía a sus amigos, en su santuario, como ella decía, había un pequeño altar, en donde siempre permanecía encendida una veladora y siempre, no sé de dónde ni cómo los obtenía, “cartuchos”, que perfumaban el ambiente con ese espectral y triste aroma que parece acompañar a los muertos y las iglesias, pero que no afectaba el alegre carácter de Lucrecia.
Semejante decoración le daba al cuarto una aspecto un poco fantasmal, yo, en mis pocos años, imaginaba cosas prohibidas para mi edad y tejía mis primeras fantasías eróticas, y por ello me causaba, en algunas ocasiones, un cierto miedo, rayano en el terror algunas veces, pasar frente a su cuarto, pues deseaba y temía simultáneamente, que un día me llamara y me llevase a esa cama inmensa sobe la cual pendía un rosario enorme con cuentas como del tamaño de nances, enmarcando un santo cuyo nombre ni figura he podido jamás identificar, parecía un San Jorge pero no había dragón, quizás era Ignacio regalando su capa y éste si creo, soportaba tranquilamente la vida alegre de Lucrecia. A ambos lados de la magnífica cama estaban dos mesas de noche y sobre cada una de ellas un candelabro de bronce pulidísimo. Blancas cortinas y una lámpara de mil gotas de cristal completaban la escena salida del siglo XIX y que a mi me transportaba a tiempos ignorados.
En el corredor, lleno de macetas de las más variadas flores, se paseaba casi bailando y, a veces, se tendía en la hamaca con una pierna colgando y casi descubierta que me atraía como un poderoso imán, contemplando pensativamente la hermosa fuente, adornada de azulejos que con su música acuática, confería a la escena un ambiente de descanso y quietud casi mitológico. El jardín, sembrado de claveles, pensamientos, perfumadas violetas, bajo la sombra de un añoso y aromático mirto, me persigue aún con sus formas, esencias y la hermosa Lucrecia, bella como salida de un cuadro del Renacimiento, quizás del jardín de los Medici.
Casi siempre, llegaba a jugar con Ramiro, un sobrino de ella, con quien habíamos construido una casa o algo parecido, sobre un guayabo que estaba en el traspatio de mi la casa de mi tía. Siempre, al entrar, desde que Ramiro, me iba a buscar a la casa siempre, tocaba la puerta del zaguán con una mano de hierro, antigua como la casa, una inquietante sensación de ahogo se apoderaba de mi.
¡Ay, mis amigos!, el día del encuentro, deseado y temido, llegó, exclamó Manfredo con aire de angustia. Tomó su vaso y le contempló con tal ternura en los ojos que los cubos de hielo recuperaron sus formas. Lo recuerdo como uno de los momentos supremos de mi vida.
Me imagino, exclamó Paco, eufórico por lo que seguía.
No te imaginas nada, exclamó un poco hosco Manfredo y prosiguió, sin mayores comentarios.
Al vernos entrar, llamó a Ramiro y con toda naturalidad le encomendó un mandado que, según decía, le urgía. Yo, como si supiese la continuación, empecé a sudar de las manos, casi me era imposible respirar, pero ella sin decir palabra, fue a dejar a la puerta a Ramiro y luego con una sonrisa que barría cualquier duda que hubiera podido yo tener, se acercó a mi y me tomó de la mano.
El cuarto se me hizo inmenso y oscuro, veía la veladora alumbrar y reflejarse en cada unas de las lágrimas de cristal de la lámpara, mientras ella me desnudaba y un pánico y una sensación de vacío me dejó sin habla. Ella se desnudó luego y en las ondulantes formas de su cuerpo de diosa, la veladora dibujó las más hermosas dunas del más impresionante desierto vivo, dotándola de una textura celestial, se acostó a mi lado y al sentir yo sus formas voluptuosas, el placer fue tan profundo que empecé a llorar. Ella me consolaba y como siempre me sucedía, en casos de profundas sensaciones, me quedé dormido.
Me desperté no sé cuanto después. Ella estaba mi lado, sentada en una mecedora, vestida con un traje negro, contemplándome y fumando con tranquilidad. Se sonrió, me pasó la ropa y yo, más ausente que al principio, me la puse. Salí del cuarto, casi sin verla, sentimientos indefinibles atenazaban mi corazón, ella quedó allá en su negro y oscuro mundo, abrí el zaguán, lo cerré con fuerza, corrí desesperadamente hasta la casa de mi tía y me encerré en el baño llorar. Jamás la volví a ver. No volví a aceptar ninguna invitación de Ramiro y la amistad con él naufragó.
Manfredo se calló un minuto largo, nadie dijo nada. Él tomó su trago bebió con calma y continuó:
Murió dos años después, en forma harto misteriosa. La pasearon en su ataúd por todas las iglesias cuando en realidad deberían de haberla llevado a los parques. Ahí le hubiera gustado realizar su último paseo. Su imagen, a partir de aquel día, quedó más firmemente grabada en mi memoria, aún la puedo ver en todo su esplendor; si tuviera dotes artísticas hubiera ya pintado miles de rostros como el suyo. Su rostro se convirtió para mi en el paradigma de la belleza. Más tarde supe que otro también la había encontrado hace muchos siglos en un rostro igual: Sandro Botticelli. Lucrecia y Simonetta son, tienen que haber sido la misma persona. ¿Qué más puede esperar y desear un amante de la belleza? La poseyó mi espíritu, aspiré, si eso es posible, sus íntimas esencias, me deslumbró su desnudez y ahí quedó sellado un pacto de amor eterno, al menos para mi, esa no consumación, volvió eterno mi puro sentimiento infantil. Así tenía que ser, ahora lo sé. Para volver a tenerla a mi lado no tengo más que cerrar mis ojos. ¡Por la bella Lucrecia!, mi musa lejana, guardiana de mis sentimientos infantiles. Todos levantamos nuestras copas y brindamos por la belleza, los hermosos sentimientos y acciones que nos inspira.

FIN
Luis Salazar Retana .