viernes, 2 de mayo de 2014

San Salvador, 17 de febrero de 1995.
Lucrecia.
Hay amistades y amores, empezó Manfredo con aplomo, que carecen de simetría; por los gustos, por la edad, por lo aleatorio de las circunstancias que las engendran, pero su influencia se percibe toda la vida, la vida de uno de los dos, no importa que la de uno de ellos sea corta. Empiezan de formas casi accidentales, se accidentan más en algún momento, pero luego permanecen suaves, perfumadas, llenas de nítidos recuerdos, como violetas secas en viejos libros de poemas
¡Por Lucrecia!, diosa de la juventud, musa de mis días imprecisos de preadolescente. Levantó el vaso de Vodka y todos, casi sin pensarlo, levantamos los nuestros.
Lucrecia Blanche, continuó como sumido en un lejano recuerdo, era lo que se llama una mujer-niña extraña, pero extraordinaria. No se si se enteró de los motivos de la vida, de las penas y sufrimientos, pero lo más probable es que no, simplemente la vivió con esa pasión que sólo cierta juventud elegida posee. Así fue de increíble su vida. Su corta vida.
Vivía en una vieja pero hermosa casa, heredada de su abuela, que quedaba detrás de la de una tía materna mía. Solamente la separaba un “recibidero” de café de Borgonovo, administrado o cuidado - no estoy seguro - por un señor, todo el mundo lo conocía en Santa Tecla, que iba siempre muy pulcramente vestido, sombrero de fieltro y hasta de saco, pero descalzo. No sé si había oído hablar de don Justo Armas o viceversa, pero era, respetando las debidas diferencias, su doble imperfecto.
Lucrecia debe haber tenido cuando la conocí, unos veinte años, yo doce o trece y a mi me parecía salida de algún cuento, que no sabía si era de hadas o de brujas, pero aún en este último caso, era ella siempre Blanca Nieves.
Sus largos cabellos dorados, casi rojos en algunos lugares y vestida siempre de terciopelo hasta los tobillos, negro o morado suave, violeta diría hoy, la convertían en la exacta imagen de las princesas que yo veía en las ilustraciones del Tesoro de la Juventud, que mi padre me regaló cuando tenía como nueve o diez años. Lucrecia, con sus exóticas vestimentas parecía flotar sobre las baldosas blanco y negro como ajedrez, del pulido corredor de la casa. Siempre llevaba una copa de algo, no necesariamente de bebida alcohólica, en la mano y tenía una especial forma de quitarse el cabello de cara, una tranquila forma de moverse como si se dispusiese a volar casi sin que nadie se percibiese de ello, dejando tras de sí un viento divino, Kamikaze, dicen los japoneses, que obligaba a los mortales a lanzarse tras ella. Jamás había pisado un teatro pero era la imagen perfecta de la actriz genial, más tarde, mucho más tarde en mi vida, la asocié, por su forma de desplazarse, indisolublemente, a Isidora Duncan y, por su rostro, a otra mujer más extraordinaria aún, que luego les diré quien es. Tenía sus manos largas, suaves y tan blancas que las venas azules se percibían con facilidad, era realmente blanca como la leche con ligeros tonos dorados, de estar casi siempre encerrada en su cuarto en donde, en una oscuridad casi total, bebía, moderadamente, y fumaba casi siempre, acompañada de amigas y amigos de su juventud aunque quizás debería decir de su infancia. Algunos días la vi con ellos ya casi al oscurecer, pasear en el parque, cuando la niebla bajaba de La Gloria y enfriaba el ambiente volviéndolo delicioso y misterioso; yo, en esas ocasiones, me quedaba congelado contemplándola y absorbiendo extático, hasta el último aliento de su desbordante alegría. Nadie dejaba de admirarla, era imposible que en algún lugar, su risa de pájaros y su vibrante figura, pasaran desapercibidas. Muchos la deseaban, no sé cuántos habrán obtenido de ella alguna limosna.
Había enviudado joven, de diecinueve años, en el mismo que se casó y había sabido disponer de su viudez con gran conveniencia y alegría. En una esquina de la habitación donde dormía y recibía a sus amigos, en su santuario, como ella decía, había un pequeño altar, en donde siempre permanecía encendida una veladora y siempre, no sé de dónde ni cómo los obtenía, “cartuchos”, que perfumaban el ambiente con ese espectral y triste aroma que parece acompañar a los muertos y las iglesias, pero que no afectaba el alegre carácter de Lucrecia.
Semejante decoración le daba al cuarto una aspecto un poco fantasmal, yo, en mis pocos años, imaginaba cosas prohibidas para mi edad y tejía mis primeras fantasías eróticas, y por ello me causaba, en algunas ocasiones, un cierto miedo, rayano en el terror algunas veces, pasar frente a su cuarto, pues deseaba y temía simultáneamente, que un día me llamara y me llevase a esa cama inmensa sobe la cual pendía un rosario enorme con cuentas como del tamaño de nances, enmarcando un santo cuyo nombre ni figura he podido jamás identificar, parecía un San Jorge pero no había dragón, quizás era Ignacio regalando su capa y éste si creo, soportaba tranquilamente la vida alegre de Lucrecia. A ambos lados de la magnífica cama estaban dos mesas de noche y sobre cada una de ellas un candelabro de bronce pulidísimo. Blancas cortinas y una lámpara de mil gotas de cristal completaban la escena salida del siglo XIX y que a mi me transportaba a tiempos ignorados.
En el corredor, lleno de macetas de las más variadas flores, se paseaba casi bailando y, a veces, se tendía en la hamaca con una pierna colgando y casi descubierta que me atraía como un poderoso imán, contemplando pensativamente la hermosa fuente, adornada de azulejos que con su música acuática, confería a la escena un ambiente de descanso y quietud casi mitológico. El jardín, sembrado de claveles, pensamientos, perfumadas violetas, bajo la sombra de un añoso y aromático mirto, me persigue aún con sus formas, esencias y la hermosa Lucrecia, bella como salida de un cuadro del Renacimiento, quizás del jardín de los Medici.
Casi siempre, llegaba a jugar con Ramiro, un sobrino de ella, con quien habíamos construido una casa o algo parecido, sobre un guayabo que estaba en el traspatio de mi la casa de mi tía. Siempre, al entrar, desde que Ramiro, me iba a buscar a la casa siempre, tocaba la puerta del zaguán con una mano de hierro, antigua como la casa, una inquietante sensación de ahogo se apoderaba de mi.
¡Ay, mis amigos!, el día del encuentro, deseado y temido, llegó, exclamó Manfredo con aire de angustia. Tomó su vaso y le contempló con tal ternura en los ojos que los cubos de hielo recuperaron sus formas. Lo recuerdo como uno de los momentos supremos de mi vida.
Me imagino, exclamó Paco, eufórico por lo que seguía.
No te imaginas nada, exclamó un poco hosco Manfredo y prosiguió, sin mayores comentarios.
Al vernos entrar, llamó a Ramiro y con toda naturalidad le encomendó un mandado que, según decía, le urgía. Yo, como si supiese la continuación, empecé a sudar de las manos, casi me era imposible respirar, pero ella sin decir palabra, fue a dejar a la puerta a Ramiro y luego con una sonrisa que barría cualquier duda que hubiera podido yo tener, se acercó a mi y me tomó de la mano.
El cuarto se me hizo inmenso y oscuro, veía la veladora alumbrar y reflejarse en cada unas de las lágrimas de cristal de la lámpara, mientras ella me desnudaba y un pánico y una sensación de vacío me dejó sin habla. Ella se desnudó luego y en las ondulantes formas de su cuerpo de diosa, la veladora dibujó las más hermosas dunas del más impresionante desierto vivo, dotándola de una textura celestial, se acostó a mi lado y al sentir yo sus formas voluptuosas, el placer fue tan profundo que empecé a llorar. Ella me consolaba y como siempre me sucedía, en casos de profundas sensaciones, me quedé dormido.
Me desperté no sé cuanto después. Ella estaba mi lado, sentada en una mecedora, vestida con un traje negro, contemplándome y fumando con tranquilidad. Se sonrió, me pasó la ropa y yo, más ausente que al principio, me la puse. Salí del cuarto, casi sin verla, sentimientos indefinibles atenazaban mi corazón, ella quedó allá en su negro y oscuro mundo, abrí el zaguán, lo cerré con fuerza, corrí desesperadamente hasta la casa de mi tía y me encerré en el baño llorar. Jamás la volví a ver. No volví a aceptar ninguna invitación de Ramiro y la amistad con él naufragó.
Manfredo se calló un minuto largo, nadie dijo nada. Él tomó su trago bebió con calma y continuó:
Murió dos años después, en forma harto misteriosa. La pasearon en su ataúd por todas las iglesias cuando en realidad deberían de haberla llevado a los parques. Ahí le hubiera gustado realizar su último paseo. Su imagen, a partir de aquel día, quedó más firmemente grabada en mi memoria, aún la puedo ver en todo su esplendor; si tuviera dotes artísticas hubiera ya pintado miles de rostros como el suyo. Su rostro se convirtió para mi en el paradigma de la belleza. Más tarde supe que otro también la había encontrado hace muchos siglos en un rostro igual: Sandro Botticelli. Lucrecia y Simonetta son, tienen que haber sido la misma persona. ¿Qué más puede esperar y desear un amante de la belleza? La poseyó mi espíritu, aspiré, si eso es posible, sus íntimas esencias, me deslumbró su desnudez y ahí quedó sellado un pacto de amor eterno, al menos para mi, esa no consumación, volvió eterno mi puro sentimiento infantil. Así tenía que ser, ahora lo sé. Para volver a tenerla a mi lado no tengo más que cerrar mis ojos. ¡Por la bella Lucrecia!, mi musa lejana, guardiana de mis sentimientos infantiles. Todos levantamos nuestras copas y brindamos por la belleza, los hermosos sentimientos y acciones que nos inspira.

FIN
Luis Salazar Retana .

No hay comentarios:

Publicar un comentario