sábado, 24 de mayo de 2014

San Salvador, 24 de mayo de 2014.

Los días y las noches.

El día luminoso, aun con la mortecina luz de los días nublados, es un portal a las cosas que alumbran nuestro espíritu, es un remanso de descanso de las oscuridades de la noche, de las reflexiones profundas, de los pensamientos divinos que nos envuelven en el sueño reparador del oscuro silencio. El día es el universo de las verdades materiales, de las preocupaciones cotidianas, el campo de batalla en donde se sobrevive o se muere en el intento de ser feliz. Porque la felicidad es producto de un esfuerzo, no es gracia de Dios, sino de nosotros que vivimos en este mundo; la vida sí que es regalo de Él para nuestro disfrute o perdición, pero la felicidad efímera es nuestra personal creación. Y es una creación tan personal, que es intransmisible, sí puede ser compartida pero pienso que no enseñada. Y nosotros decidimos con quien hacerlo, me parece que lo refleja muy bien, aquel poema del Conde Arnaldos que oyendo a un marinero cantar una canción maravillosa se la solicita y aquel le responde de esta intrigante, aleccionadora manera,

«Por tu vida, marinero,
dígasme ora ese cantar.»
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
«Yo no digo esa canción,
sino a quien conmigo va.»

Por allí va la felicidad, uno la comparte con quien camina a su lado, quien lo sigue en el camino a Ítaca, ese camino de luces y sombras que es el real corazón de la vida, porque la meta es el final. Por alguna extraña razón, para mi la felicidad ha sido una emoción casi siempre diurna, las noches oscurecen mi vida, avivan mis sentimientos místicos, mi unión con Dios, que no puede llamarla felicidad, pues para mí su presencia abstracta, divina, incomprensible, no deja de crear en mi espíritu un temor reverencial que no puede ser feliz, sublime sí.

Por eso los días de lluvia, con su íntima atmósfera, me concentran en mis más puras esencias, me sumerjo en la lectura de mis favoritos, que son legión; platico serenamente con los que amo y entonces, la felicidad florece entre el murmullo de la lluvia y los resplandores de los relámpagos y escucho cierto tipo de música que deja algo en la mente. Hoy ha llovido todo el día, una lluvia imprecisa, suave, discreta, acariciadora, como las lluvias que he amado, escuché en su siseo mi nombre y luego oí a Bob Dylan y Leonard Cohen, esos hombres raros que con sus poemas renovaron la música; algo de Bach y de Arvo Pärt ese místico músico que en pleno siglo XXI sigue alabando a Dios, como hizo Bach, con su música maravillosa. Lo mismo me sucede en la contemplación de nuestro paisaje exuberante, nuestro maravilloso volcán que no me canso de elogiar su cambiante colorido, sus formas tranquilas, sus verdes infinitos. Las plantas brillan y un aura de vida cubre sus follajes. Oigo el canto de los pájaros.

Las noches con su oscuridad, atávicamente nos regresan a los tiempos de los temores existenciales, vinculados a la muerte, al acecho del enemigo, los ataques traidores, las peligrosas fieras salvajes y ciertamente siguen existiendo pero ahora las preocupaciones nocturnas son de índole económica, sentimental, laboral, sociales, derivadas de la violencia y la odiosa inseguridad que acechan constantemente nuestras vidas, el miedo existencial siempre nos acompaña, se potencia y exacerba en la nocturnidad.

Las cosas ocupan su lugar en el momento preciso, si no la vida sería un caos. La felicidad debe coincidir con las cosas que amamos en libertad y con pasión, a la luz de los rostros que veneramos, los que nos acompañan amorosamente por nuestra vida y que van desde nuestros abuelos hasta nuestros nietos, felices quienes hemos tenido la dicha de poseer esas cuatro generaciones que incluye a los padres y hermanos, sangre de nuestra sangre, mosaico de generaciones que crea el ADN formal de nuestra existencia. Realmente soy feliz, he sido feliz, cuando debo serlo.

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