jueves, 20 de noviembre de 2014

San Salvador, 18 de noviembre de 2014

Días de paz, días de amor.

Hay días en que uno se siente bendecido por la sabiduría de las cortes celestiales, los cielos claros del verano, la proximidad de la Navidad; esa época que ha dejado de ser religiosa, convertida en un huracán comercial, pero que de alguna forma conserva, creo que especial y únicamente en los que fuimos niños cuando su carácter era aún religioso, gratos y suaves recuerdos de increíble intimidad y espiritualidad; es el tiempo que nos descubre la sabiduría infinita de los más puros espíritus, de los cielos poblados de deidades, ángeles, arcángeles y potestades, que en un coro infinito, sutil y de celestiales melodías cantan la gloria de Dios. Ni idea que tan cierto pueda ser esto, pero su representación, la que vive en las zonas reservadas de mi infancia, es de un colorido y fantasía tales que vuelvo a la inocencia y me consuelo en su pureza y alegrías sencillas pero profundamente sentidas. Su simple recuerdo es un oasis de paz en mi alma, un retorno al Paraíso perdido, al lugar de leche y miel.

En esta época hermosa, el Universo parece ser mås pequeño por causa de alguna magia oculta en los meses finales del año y en su principio. Época que trae con los fríos vientos del norte, canciones de susurros, que deben escucharse en los espacios infinitos de los Paraísos celestiales, y este mundo de prosaicas realidades, que parecen juntarse levemente, tangencialmente, en esos días suaves, esparciendo en el aire aromas de manzanas, uvas y de musgos de árboles añosos y poblados de luces multicolores que reproducen el arco iris en la íntima noche de la Natividad, llena de sutiles sentimientos y suaves recuerdos que conservamos durante toda la vida.

Esas fechas son días de ojos y oídos más abiertos, como personajes de mosaicos bizantinos, como si estuviéramos atentos no a las personas, sino a los latidos de su corazón, al brillo de sus ojos, al resplandor de sus sonrisas. Regalas y recibes alegrías, no necesitas regalar cosas materiales, no, regalas abrazos, besos en mejillas heladas, compartes tu alma y sientes entonces que la humanidad es una sola. Esto me causa perplejidad, me lleva a pensar que lo que nos diferencia de otras especies es esa sensibilidad especial que poseemos, para tomarle el pulso a la vida, para comprender que no sólo de pan vive el hombre, sino también del aire hermoso de los días de fin de año, del amor por y hacia los demás, de las alegrías compartidas, que vivimos y somos realmente humanos cuando destilamos las esencias más puras de nuestra parte espiritual, inasible, pero tan real que es la que nos proporciona las más inefables experiencias de nuestra existencia.

Por supuesto, nadie está exento de tristezas o preocupaciones, pero esa atmósfera leve, perfumada y multicolor, rebaja el nivel de las mismas y los dolores son mås soportables, porque el espíritu se renueva, rejuvenece y volvemos a repensar nuestros años dorados, no porque lo sean en realidad, nosotros estamos en nuestra edad dorada, como todos los que tienen la magnífica, luminosa, vibrante edad de quince años.

Este día, contemplando el árbol que Sonia adorna cada año y que Matilda observa con asombro y nerviosa alegría, recuerdo los que mamá decoraba, con sus bolas frágiles de finas láminas de vidrio, de velas que burbujeaban sin cesar y el nacimiento de viejas de cabeza de algodón y molenderas que en diminutas piedras de moler trabajaban para toda la eternidad, el maíz de nuestra alimentación ancestral. Y pienso lo rápido del paso del tiempo y recuerdo aquel extraño verso de Prudencio: “inrepsit subito canities seni.” con qué rapidez subieron las canas a mis sienes. Me parece que fue hace un parpadeo, cuando me tiraba sobre el brillante piso de la sala de mi casa, a observar desde la perspectiva correcta, a ras del suelo, el diminuto mundo de fantasía. Recuerdo, pienso y me abandono a la paz y la armonía.

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