miércoles, 5 de noviembre de 2014

San Salvador 2 de noviembre de 2014.

Oda al verano

Dos días después de la última lluvia, todo cambió por completo, el cielo se mostró azul, brillante, nubes largas como retazos de finas sedas viajaban alegres con el viento que tenaz, moviendo también las ramas de los árboles, creaba la danza eterna del movimiento perpetuo de la incansable naturaleza. Había llegado el verano. Un olor delicioso flotaba en el ambiente, no era algo conocido, era un aroma no identificable, algo sobrenatural, alegre, dulce, como mañana en el campo impregnada de aromas de flores silvestres, brisas perfumadas y humos de maderas desconocidas.

La división entre el invierno y el verano no sólo es climática sino espiritual. Nos traslada a tiempos idos, el cuerpo y el alma se vuelven más livianos, el aire es más tenue, los pensamientos más alegres y positivos, el viento fresco del norte acaricia el espíritu y se lleva los pesares y los desencantos. Pareciera que el aire del verano calma el dolor y pinta de colores más brillantes nuestra exuberante naturaleza, nuestra imaginación y fantasías.

Ayer en el mar, vi los primeros celajes del verano, hacia el oriente sobre el imponente volcán de San Miguel, fiera dormida, que hoy respira con furia contenida, rosadas nubes, como aquellas de las auroras homéricas, alegraban el cielo que se preparaba a dormir en el oscuro lecho alumbrado por miles de relucientes estrellas. Recordé emocionado los versos puros de la Oda al otoño, del exquisito poeta Keats:

«Cuando el día entre nubes desmaya floreciendo
y tiñe los rastrojos de un matiz rosado,»

Y reflexioné como el mundo repite su belleza en todo momento y en todo lugar, en la rubia Albión de Keats o en la furia tropical de Alfredo Espino, en las frías comarcas del norte o en esta cálida tierra de lagos y volcanes, de verdes, perfumados cafetales y plateados cañaverales. De gentes con corazón, que luchan día a día por su futuro. Hoy en la mañana vi la primera piscucha, blanca, casi transparente que «colazeaba» como caballo relinchón, mientras sus flecos vibraban como si estuvieran ateridos de frío, recordé las lunas que papá nos fabricaba de papel de China, con colas de trapos de camisas viejas y varitas de bambú que él mismo trabajaba.

El principio del verano es la puerta de ingreso a una época maravillosa, un tiempo preñado de entrañables recuerdos y de íntima paz espiritual, producto de acontecimientos tan dispares como el día de los difuntos, de todos los santos, de la Navidad y Año Nuevo. Tiempo de recuerdos de infancia, seres queridos que nos dejaron y otros que llegan. Este verano es especial para nuestra familia por la llegada de Matilda, que une sus gritos y sonrisas a nuestra alegria familiar. Cada miembro que se agrega, mis hijos, mis nietas Andrea, Adriana, Matilda, es agregarle años a nuestra eternidad que empieza con ellas y que espero no termine jamás.

En fin, el verano nos anuncia el nuevo año, un ciclo que se cierra y otro que se abre al futuro suavemente, cargado de sorpresas y alegrías, quizás de tristezas, pero siempre lleno de esperanzas, siempre pleno de buenas intenciones de proyectos y anhelos que reflejan el alma indomable de los que amamos este país y deseamos lo mejor para él. La Navidad que se aferra amorosamente en nuestros recuerdos infantiles y su carga de símbolos religiosos y profanos, los nacimientos y árboles, que alumbran las noches frías y suaves de una época que nos envuelve en nubes de algodón de azúcar.

Quizás esos buenos sentimientos de fin de año provengan de los recuerdos de nuestra infancia que llaman insistentemente desde el pasado y volvemos a ser niños transfigurados por la vida pero niños al fin; los que somos padres lo sabemos, nuestros hijos nunca crecen, siempre son los niños que vimos crecer, los que caminaban inseguros por el jardín de la casa, los que curábamos de sus heridas y raspones. Los que amamos incondicionalmente, porque son sangre de nuestra sangre.

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