miércoles, 13 de julio de 2011

El olvido

San Salvador, 12 de julio de 2011.

El olvido.

El viejo volcán pierde su perfil entre las nubes del invierno, un invierno que llega al alma, moja y enmohece, pero hace que en esas tristes excreciones del espíritu afloren, de vez en cuando, imágenes perdidas de tiempos idos, de fechas olvidadas, porque el legado de tristeza se borró muy voluntariamente de nuestra fina hoja de la vida; ayudó el olvido que surge sigiloso de la gran espiral del tiempo, para almacenar nuestros errores, nuestros desatinos, las fallas de nuestra lógica y quizás en ocasiones, nuestras falsas interpretaciones de la realidad, que nos pierden en el marasmo sin sentido de la vaciedad existencial.

En estos días grises vienen a mi mente recuerdos transparentes, lívidos que desataron tormentas de maleficios y produjeron huracanes de rencores ya olvidados y que contemplados desde la sanadora distancia de los años, apenas me hacen sonreír en su banal importancia desvanecida por el tiempo que todo lo lima, que todo lo aclara y desvanece en la piedra de moler de nuestra implacable memoria, que traga tristezas y alegrías, abandonos y aun presencias doradas que alumbran nuestra vida. El olvido, ese gran sanador del espíritu, que devora ansiedades, miedos, pasiones que una vez pensamos indestructibles, amores que soñamos eternos. Nada es para siempre, el olvido se encarga día a día de demostrárnoslo, imparcial e implacable.

Afortunadamente, a veces, el olvido se olvida de olvidar.

Sí, las cosas que guardo en el Sancta Sanctorum de mi conciencia, son así: sagradas, inalterables, casi eternas y son así porque así deseo que sea. No se pueden olvidar porque no deseo olvidarlas, el rostro arrugado de mi madre, la juventud victoriosa de mis hijos, los ojos verde oscuros de mi esposa, mis amores.

Ellos flotan en el amplio Universo que está separado del olvido por el verdadero Amor. Aquel que me da la vida, que me hace disfrutar cada instante de esta vida breve, irrepetible y quizás en ello consiste su falsa eternidad, sólo hay una por siempre y para siempre, otras y otros vendrán, pero la mía es sólo mía, eternamente mía, en mis recuerdos, en mis descendientes y quizás en el olvido final, que destroza toda esperanza, toda vanidad, todo intento de ser eternos. Esa incómoda eternidad que no me deseo, quiero como Buda disolverme en la nada, para que los que amo no me disuelvan en su olvido, la eternidad empieza y termina conmigo.

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