domingo, 3 de julio de 2011

Siempre a tu lado.

Siempre a tu lado.

A lo lejos los montes casi azules, semiocultos en la bruma de la tarde después de la lluvia, tú, a mi lado, en silencio, como siempre tomados de la mano, mientras guío mi auto con calma, seguro, tratando de comprender tu mundo, ese mundo que quizás nunca he analizado a cabalidad; los charcos a la orilla de la calle reflejan brillos de nubes blancas y destellos azules de un cielo que parece abrirse al infinito a través de minúsculos agujeros que se producen para desaparecer al instante. Mis pensamientos vuelan, tu mano entre la mía, te recuerdo de siempre y la imagen de tu juvenil belleza se sobrepone siempre sobre la actual, aún hermosa, guapa con porte diría, me siento orgulloso de ti, y te aprieto la mano con cariño que no percibes…o quizás si. Abro la ventanilla y el perfume de la tierra, de la vida penetra poderoso, casi hiriente y me remonta a otros días a otras circunstancias. A mi derecha la figura geométrica, salvaje del Izalco se perfila, coronado de nubes blancas, sobre el majestuoso volcán de San Ana; alguna vez escribí que es nuestro Fuji, esa montaña reverenciada por los japoneses, creo, que por su forma, airosa, deberíamos nombrarla montaña o volcán nacional por excelencia, existen más altos, más grandes, pero el Izalco es sutil en su forma, casi perfecto desde ciertos lugares.

Se parece a ti, eres mi montaña, en la que me refugio, en la que me apoyo, agreste a veces, suave la mayor parte del tiempo, fascinante en tus formas que el tiempo suavizó y les dio textura de terciopelo y de cañaverales floridos. ¿Sabes?, mi padre nos fabricaba flechas con la vara de las flores de caña y punta de cera y nos construía arcos en la finca de La Montaña, en donde sembraba una pequeña porción de caña roja casi morada, suave, dulce de la que se puede extraer el azucarado jugo sin pelarla.

Me gusta recordar mi infancia cuando viajo a tu lado, por eso los largos ratos de silencio, mientras el auto se llena de espíritus, de elfos y gnomos, de cipitíos y siguanabas, de recuerdos, de juegos infantiles, son infinitesimales instantes pues debo atender lo que sucede en la carretera, sí, la carretera, nombre sonoro de larga perspectiva que se pierde en la lejanía de la distancia y en la de mis viejos entrañables recuerdos. Quizás como te dije hace poco, regresar a la niñez es fundamental, a la edad de la sinceridad, de la dulzura, de la inocencia en donde todos somos iguales, en la que no existen clases sociales, es la edad de la hermandad. ¿Cómo perdemos la inocencia?, ¿Quién nos la arrebata?, creo que se queda prendida, desgajada, herida, en los filos de la vida, en las aristas filosas de los acontecimientos que desgarran poco a poco nuestra serenidad, nuestra inocencia y nos adentran en el mundo de las envidias, de los odios, de las frustraciones, en fin, el mundo del mal.

A tu lado regreso al Paraíso perdido. ¡Qué lástima que no todos puedan hacerlo! Este país no permite que todos regresemos a la inocencia, a la virtud que es natural en el ser humano, los retos de la vida, la existencia irrespirable de la estrecheses económicas, el cerco invisible de la violencia que nos ahoga en su terror, en su espanto.

¡Qué dicha poderte amar!, que tristeza pensar que muchos se debaten en la desesperanza; te debo no sólo la alegría sino la vida misma, puedo decir que sembré tempestades y encontré calma y silencio, amor y ternura. Ha sido un milagro de clara inversión. Dios sabe lo que hace y a quien. Le estoy tan agradecido. A ti, en lo profundo de mi silencio.

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