lunes, 1 de agosto de 2011

La ciudad viva

LA CIUDAD VIVA

Como les he contado, tuve muchos primeros amores, todos de descubrimientos y complicaciones sin límite, debido a mi enorme curiosidad y a mi alma de infinitos contornos y aristas, que el tiempo ha ido limando y puliendo hasta dejarla lisa, exhausta, quizás cansada, pero jamás arrepentida del largo camino de la vida, ni de las sensaciones y emociones acumuladas por el tiempo. Pero el gran amor de mi vida, por lo menos el más duradero, después del que me tengo a mi mismo, ha sido mi ciudad, mi puerto querido, de calores húmedos y de playas negras batidas incesantemente por ese mar de infinitos matices e innumerables peligros.

Manfredo calló de improviso, cerró los ojos con fuerza como si quisiera presionar sus recuerdos y concentrarlos, de tal manera, que de nuevo el pasado pasara ante sus ojos con la intensidad ya olvidada, de los sentimientos de entonces.

Las ciudades, mis amigos, empezó con voz que surgía del centro mismo de su memoria, son como árboles, con hojas y ramas que caen, que vence el tiempo, con nuevos brotes y florescencias de incomparable belleza, en fin, cambiantes, proteiformes, como todas las cosas de este mundo y dejan huellas tan profundas como los amores . Creo que esos cambios afectan a las personas, los barrios y en definitiva, al alma de la ciudad, porque las ciudades tienen rostro, carácter, pero sobre todo alma y música que a veces es alegre y que se convierte en ocasiones en gemidos de dolor a causa de las mutilaciones, del abandono a que sus gentes las someten. El Puerto, ha pasado por estas circunstancias y en mi casi infancia, me enamoré de ella, y Lugo uno se enamora de la vida, de los cielos luminosos y del mar embravecido y nos contagia con su pasión, que surge del suspiro de sus palmeras susurrantes, de sus parques perfumados y en el Puerto, del salino aroma del mar potente y misterioso, que trae perfumes surgidos de las profundidades y que saben a sal y sol y sugieren caracolas y estrellas marinas .

Cuando la ciudad florece, cuando se engalana en los inviernos y se cubre de flores y reverdece, los corazones laten con más fuerza y una ola de alegría y de amor inunda las calles y avenidas, sobre todo en aquellas ciudades en las que el alma del barrio aún vive, en donde los vecinos se saludan todas las mañanas y compran el queso y los huevos en la tienda de la esquina; las carnes se obtienen de los canastos de las viejas vendedoras que conocen a los niños por sus nombres y a las señoras con sus apellidos de solteras. Donde la ciudad vive a plenitud, en confianza e intimidad. Allí también surgen los amores de vecinos, los de infancia compartida a cabalidad, en los bancos de los viejos parques y en los zaguanes de las casas antiguas, donde se roban los primeros besos y se entra al reino del amor.

Todo se vuelve más apacible cuando la lluvia invernal torna más acogedora la ciudad, apaga los ruidos y se tranquiliza con el suave murmullo de la lluvia, cuando sobre los tejados suena como canción de cuna para adormecer. Recuerdo los tejados goteantes y húmedos que dejan caer sobre las cabezas, frías gotas. Y rememoro asimismo, como me protegía de ellas bajo los aleros cubiertos de musgo, en los portones de las viejas casas, con mi novia que empapada, transparentando sus incipientes formas de mujer, se empinaba sobre sus pies menudos para besarme el rostro mojado por la lluvia que indiscreta, deformaba mi bucle.

En el puerto, el muelle es o era en mi tiempo, el centro de la ciudad, la espada clavada en el mar, el principio de la inmensidad; allí en ese lugar conocí el éxtasis del amor y el miedo surgido de más allá; en el muelle aprendí a contemplar el horizonte y a vislumbrar lo enorme de la eternidad, lo fugaz de nuestra existencia; el mar es una metáfora infinita y eterna, así como lo es el amor, las ciudades y sus infinitas circunstancias. Todavía en el puerto se encuentran lugares que responden nuestras interrogantes, lugares desde donde contemplamos el horizonte y despedimos el sol en su lento viaje hacia el fondo del universo.

El muelle es el centro de los que viven del inmenso océano, desde donde parten los valientes pescadores a enfrentarse día a día con la muerte que acecha detrás de cada cresta del oleaje obstinado.

En las orillas del pueblo, en las viejas orillas donde todavía viven los fundadores, las viejas que bordaban los vestidos de las imágenes de la iglesia, las que adornaban con flores de palmeras olorosas y dulces las procesiones del Santo Entierro, allí en las noches con los ojos cerrados puedo ver deambular en el silencio opresivo de las noches sin luna, viejos amigos y ancianos que algún día me invitaron a un sorbete de coco con miel roja como las tunas y barquillos crujientes de color rosado maravilla. En esas calles todavía empedradas, se respira el aire salino del pasado que contenía esencias hoy olvidadas de bebidas que ya no se toman y comidas que ya no las cocinan viejas arrugadas en cazos de barro, condimentadas con hierbas que dejaron de crecer en los jardines de los patios perfumados con el olor del alcapate, la hierbabuena, y el perejil sembrado en viejas vasijas, peroles o en mitades de barriles.

Pero también la ciudad se transforma y revive en los lugares de donde surge su vida; las playas bordeadas por restaurantes que ofrecen el fruto de los que viven del mar, al lado del obstinado rugido de las olas que incansables luchan desde siglos contra esta tierra de fuego y sal.

Allí pasé una corta existencia, la efímera circunstancia de mi niñez y juventud, parte de esta igualmente efímera vida engañosa, que nos oculta la brevedad de su duración en las alegrías y tristezas cotidianas. Una brevedad que se siente poderosa en el viejo cementerio que guarda los restos salados de miles que nos precedieron y son un grito espeluznante de la brevedad de la vida, de la fragilidad, del tenue camino de nuestra existencia. Pero también es un recordatorio del más allá, y de que aunque sea en los recuerdos de aquellos que nos aman, perduramos más allá de nuestra desaparición física. El cementerio es un lugar de reflexión, cercano al mar, de ese otro espacio inmenso cuyo fin es también desconocido y lleno de temores e interrogantes.

En sus nuevas calles me diluyo en la espiral del tiempo y me veo caminando doblemente en un espejo que refleja los viejos colores del pasado y la turbia imagen de mis recuerdos que se deforman como si se reflejaran en una superficie cóncava o convexa, no sé, pero siento que la ciudad sigue su rumbo en el futuro que yo percibo para ella luminoso cuando el país, explote la inmensa belleza de su paisaje y la cálida suavidad de sus aguas marinas. ¡Puerto!, ¡puerto mío!, fuente inagotable de fuerza, crecido a la sombra de rocas poderosas, de calles empinadas que ascienden cansadas hacia la cima de montañas conquistadas palmo a palmo por mis esforzados conciudadanos, ciudad de fuerza y sol, sudores y alegrías, de hombres que doman el océano en cáscaras de nuez, valientes, dorados y acanelados por el sol que curte su piel cuando retan al destino por conseguir el sustento de sus familias, las cuales con sus ojos angustiados, en días de tormentas, escudriñan ansiosos, el horizonte esperando ver sobre una cresta la frágil embarcación que trae su amor y su sustento.

Amigos, dijo Manfredo levantando su vaso de Vodka, ¡por los viejos marinos!, por la ciudad del mar, por su futuro y el nuestro. Todos aplaudimos, entrechocamos las copas y brindamos por el Puerto, por todas las ciudades de este país, por el futuro de la nación. Afuera, la noche dibujaba sinuosas líneas de plata sobre el cielo, a los pocos minutos, la lluvia limpiaba el rostro sucio de la ciudad.

FIN

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