domingo, 14 de agosto de 2011

Memorias de mi lejana juventud

El SALÓN.

Memorias de mi lejana juventud.


Algunos trasnochadores, esos que prefieren la penumbra y las atmósferas densas para vivir, los que aman la noche y quizás con ello esconden una mórbida pasión por la muerte; los amantes de una buena conversación, ese arte infortunadamente olvidado; de la buena música o de cierta clase de ella, de esa que relata escenas, circunstancias o crea universos que no comprendemos si no a través de las notas diluidas en las madrugadas y el alcohol, quizás aún recuerden con nostalgia el salón de Esmeralda. Cuando yo lo conocí, hace ya de ello más de cuarenta años, ella andaba por los treintitrés, edad total, absoluta, para una mujer; era extremadamente bella, vibrante; había estudiado y trabajado como actriz dramática en España y México y poseía una voz hermosísima; tenía las pestañas más largas que yo haya visto en mujer alguna y su mirada parecía que sólo veía recuerdos y días idos o atisbos de un futuro luminoso, parecía estar un poco al borde del presente, un poco más allá en una dimensión que sólo ella vislumbraba; era no solamente una mujer intelectual, ilustrada podría decirse, sino también lo que los hombres solemos llamar: una real hembra, una combinación poco común. Sus verdes ojos relampagueaban continuamente y por un perpetuo acto de magia, parecía siempre estar consciente de cada acto de su vida, de cada palabra, era en fin, un ser superior. Su salón realmente no era un lugar público, era algo indefinible desde un punto de vista ortodoxo, aunque sí era negocio, mirá querido, me dijo un día, uno no puede ser inteligente ininterrumpidamente y vivir sólo de su genio, hay que trabajar para sobrevivir, es decir, tomás placer y pagás por ello, te divertís y tenés que hacerlo también, así es la vida. Ella se reservaba el derecho de admisión; el cual ejercía con tiránica voluntad y exquisita selección, era un salón dieciochesco de amistades…de sus amistades.

Un sobrino suyo Alberto, quien me introdujo en el círculo, tocaba el piano todas las noches; era también un joven muy especial, al igual que ella había estudiado en el extranjero, en el conservatorio de una ciudad europea, austríaca si no me equivoco, que ahora no recuerdo su nombre, pero que había abandonado para dedicarse de lleno al jazz y a la música moderna; a sus veintinueve años había tocado ya con varios conjunto de cierto cartel en el sur de Francia en Montpellier y en el norte de España, lugares en los que se mueve hasta el día de hoy, según me contó Esmeralda. Lo recuerdo un poco agachado sobre las teclas, tocando para él. Toco para mi, me dijo en alguna ocasión; para entender mi música tienes que saber que significan el jazz y los blues para los negros de América, tienes que tener “background” para sentir esta música, mezclaba mucho el inglés, francés y a veces alemán en su conversación, pero lo hacía no por petulancia; como músico, sabía que algunas palabras se oyen mejor en cierto idioma, pues su sonoridad expresa más adecuadamente el concepto, la idea. Había viajado a Estados Unidos a los lugares sagrados del jazz y de ahí había tomado la costumbre de beber sólo bourbon, con scotch no se puede tocar nada del alma, me dijo en alguna ocasión. Realmente cuando toco me olvido de lo que me rodea, me escapo a mi soledad, a mi mundo de sonidos e imágenes, sólo mío y nada más que mío. La música es un lenguaje para selectos, para elegidos. Hoy pienso que en aquella época, no estaba entre ellos…aún ahora pienso que todavía no.

A las once de la noche, Emerald o Emy, como le llamábamos sus íntimos, se despedía de la mayoría del selecto grupo y, con su corte, seleccionada aún más por ella, aunque variable de tiempo en tiempo, subía al segundo piso, a su “santuario”, su sancta sanctorum; ni que decir que había también mujeres en el grupo, como que eran el negocio, pero de una discreción exquisita. Nadie se oponía jamás a tal división de preferencias, so pena de ser expulsado para siempre del ámbito casi celestial del salón de Emerald. Era aquel un ambiente de lo más extraño en su decoración. La casa era una de esas bellas edificaciones de la Flor Blanca, que todavía subsisten, de hermosos volúmenes, amplios patios y escaleras monumentales, recuerdos de una época señorial. Había ampliado, en la segunda planta, la sala familiar de manera que aquella había adquirido dimensiones de verdadero salón barroco y estaba decorado, todo muy legítimo, de la manera más extravagante, exótica, pero temperado con el buen gusto de la anfitriona. Se llegaba a él por una amplia escalera de mármol que terminaba exactamente frente a la gran puerta de madera profusamente decorada del salón y custodiada por dos grandes esculturas de negros con turbantes dorados y vestimentas de brillantes colores.

Era algo extraño ingresar a él, a mi siempre me pareció que San Salvador y la Colonia Flor Blanca, mi existencia misma, quedaban atrás en otro mundo, un mundo descolorido y distante, porque el mundo de Emy, era pleno, denso, con sonoridades y aromas que recordaban otras latitudes, otras gentes, que parecían existir a nuestro lado, o al otro lado de pared, invisibles a nuestros ojos; a veces dudaba que el universo externo siguiera existiendo, tal era la rotunda realidad del salón y la inusual arquitectura espacial del mismo. Las pieles genuinas de animales salvajes se esparcían en un estudiado desorden sobre piso y paredes, las ventanas, altas y con hermosos cristales, estaban casi siempre cubiertas con gruesas y pesadas cortinas de terciopelo verde musgo. En algunos lugares copias en mármol de esculturas famosas, Apolo y Daphne, Eros y Psique, recordaban a los invitados el eje alrededor del cual giraba el Universo de Emerald. Una araña de miles de cristales en forma de punta de flecha rielaba incansablemente en el centro y en el extremo norte, en una especie de nicho un gran piano de cola que tocaba únicamente Alberto; estaba alumbrado por una lámpara en forma de tulipán, con un brillo que sólo permitía adivinar el rostro extático del pianista concentrado en su música o en algún lugar indefinido entre sus ojos y el cielo falso o en una de las hermosas molduras con que terminaban las paredes, mientras llevaba el compás con suaves movimientos de cabeza y entonces su figura parecía muy leve como si de pronto fuera a elevarse en una especie de transfiguración musical. En el piso docenas de cojines y vasijas de porcelana y bronce sobre una alfombra que hacía desaparecer los pies y que estaba impoluta cada noche, terminaban la asombrosa decoración. En las mesas, muy bajas, sobre unos incensarios de plata el humo aromático se esparcía en el aire combinándose con los perfumes de las mujeres y produciendo resultados insólitos, que hubiesen sido la delicia del perfumista de Susskind y hubieran puesto a prueba su ingenio descifrando las esencias componentes.

El grupo era selecto, pero heterogéneo, como las bebidas que se consumían. En aquellos tiempos sólo tomaba Whiskey con soda, mucha soda, un chorrito sólo para colorearla y tres cubos de hielo, sólo tres era una fórmula casi matemática, inalterable que me permitía administrar el licor de manera racional y discreta. Emerald bebía siempre champaña, con jugo de naranja y Cointreau, lo que me parecía el colmo del refinamiento y la creatividad, hasta que me di cuenta que la receta venía en la viñeta trasera del último licor. Lo bebía en una copa de pie absurda y peligrosamente alto, sentada en un sillón de respaldo muy bajo, con una lámpara detrás de un biombo traslúcido que servía para resaltar, sobre el fondo iluminado, su nítido y perfecto perfil, del que se sentía particularmente orgullosa; jamás se le veía acompañada de nadie en sociedad, pero en el “santuario” se dejaba atender por quien ella deseaba, aunque había un personaje especial y singular con cara de nihilista decimonónico, que usaba siempre suéteres de cuello alto y anteojos de oro circulares, de mortal palidez, de una cultura inmensa que la asediaba continuamente, lo que parecía complacer a la diva.

Luego estaba un homosexual muy guapo, de maneras muy finas, alto, casi rubio que había leído a todos los clásicos y citaba a Propercio y Tucídides en sus respectivas lenguas, a quien Emerald adoraba con ingenua vehemencia, era un conversador apasionante y me recordaba mucho a Oscar Wilde o la imagen idealizada que del escritor tenía en aquella época. Era además una enciclopedia ambulante de jazz; Alberto lo consultaba para aumentar su conocimiento sobre los clásicos de dicha música; bebía sólo ginebra a pequeños sorbos, en una copa celeste, de tallo esmerilado que sólo él usaba; rechazaba beber en cualquiera otra. De vez en cuando llegaba acompañado por otro joven que parecía hermano pero muy varonil, aunque nunca logré averiguar quién era en realidad a pesar de que hablé con él en un par de ocasiones. Era ingeniero y trabajaba en Perú en la construcción de una refinería.

Pero estaba el otro lado de la moneda, ahí conocí al individuo más estrafalario que haya visto en mi vida, extremadamente cortés, vestía siempre chumpas de cuero, grandes cadenas de a saber que material pues sonaban insistentemente y siempre destapaba las cervezas con su gran navaja que llevaba en un estuche de cuero negro y adornos de supuesta plata; era algo como mulato, alto y siempre con botas de vaquero con punteras de acero o plata, la camisa abierta exageradamente para mostrar su velludo pecho y unas medallas que parecían monedas, de plata también, una figura inolvidable que bailaba tango, aprendido, según contaba, en Uruguay, lo bailaba con Emerald que parecía haberlo aprendido también en algún lugar secreto del mundo. Cuando lo hacían, en un pequeño salón aparte, sólo el largo lamento del bandoneón y el tintineo de las cadenas de Arminio se escuchaban en el ambiente; en esas especiales ocasiones, el estrafalario sacaba un sombrero de cuero negro, de alas anchas, que le daban un aspecto salvaje y duro, sus movimientos, casi felinos, le daban a la escena una aire salvaje y surreal. Yo tocaba en ocasiones mi guitarra, la llevaba siempre en el asiento de atrás del carro, era una especie de tarjeta de presentación, me gustaba cantar y a Emerald le gustaba oírme, sobre todo las canciones de Lara y otros compositores de los cuarenta como Guty Cárdenas, María Greever y más modernos como Roberto Cantoral y Armando Manzanero cuyas canciones aprendía sólo para complacerla, aunque también las disfrutaba muchísimo. Pero mis días favoritos eran cuando se ponía melancólica y sólo nos quedábamos Alberto, ella, Dafne y yo. El día de la purificación le llamaba Emy.

Dafne, no se llamaba así, la había bautizado por su increíble parecido con la escultura de Bernini, era sobrina de la anfitriona, estudiaba medicina en la Universidad de El Salvador, y sólo llegaba en esas contadas ocasiones en que el negocio quedaba arrinconado por su tristeza, como decía Emy. Alberto se acordaba de sus años de estudiante de música clásica y tocaba con insistencia y un exacerbado sentimiento, las Canciones sin Palabras de Mendelssohn que fascinaban a Dafne y en una ocasión, acompañado por un cellista europeo amigo suyo de paso por el país, tocó el Berceuse de Godard, en un inaudito arreglo en el que el jazz afloró en las sutiles improvisaciones de ambos, la interpretación dejó exhausta a Emerald y completamente impresionada por el intérprete, al que siguió, para escucharlo, y yo creo realmente que sólo por eso, en su gira por Sudamérica durante dos meses, luego regresó con ella, la rogó que se casara con él, pero Emy amaba por sobre todas las cosas su libertad y el pobre hombre, desesperado, amenazó con matarse, ella le prohibió la entrada en su casa; el muy cobarde no cumplió con la amenaza y después de gastar hasta el último centavo en alcohol en los peores bares de San Salvador, regresó a su tierra y jamás volví a saber de él.

Dafne y yo nos hicimos inicialmente grandes amigos, era muy parecida a su tía, tenía entonces ella veinte años, luego, sin darnos cuenta, nos convertimos en amantes: fue mi primera amante real. Era una mujer de carácter cambiante, fría y excitante, callada y conversadora, las circunstancias, los hechos ejercían sobre ella una acción automática e impredecible sobre su estado de ánimo; le gustaba burlarse de mi, de alguna manera siempre lo lograba, pero nos entendíamos a la perfección. Siempre que estaba con ella, el aire se poblaba de fantasmas, sus antiguos novios y otros que inventaba mi mente, antiguos trasnochadores que antes habían disfrutado de los encantos de Dafne, hablábamos de ellos; no fueron nada, nada, me decía muy bajo, y ella no les daba ninguna importancia, aunque a mí me mataban los celos; a veces, acostados en la cama viendo el techo de la habitación, como la amante bíblica, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y yo temeroso de ser indiscreto jamás le dije nada, no sé a que honduras de su vida íntima, de esa que nadie debe conocer viajaba; yo tenía la impresión, al final resultó cierta, que siempre estaba huyendo de mí; ella me deseaba desesperadamente pero en otros mundos, en otra vida; la enfurecía haber encontrado el amor ideal, el hombre perfecto, adecuado, esas eran sus palabras, en el lugar, sociedad y el momento menos apropiado, la frustración hacía presa de ella y fumaba cigarrillo tras cigarrillo, mientras bebía lentamente de mi whiskey que siempre le gustaba compartir. Años más tarde comprendí esa furia.

Fue un amor o una pasión diferente de las demás de mi vida, quizás irrepetible aunque no por ello la mejor, pero diferente; una parte de mi vida se quedó con ella, pero mi conciencia se salvó de ser despedazada por la desesperanza. Aún creo en el amor, firme y sereno, pleno y satisfactorio, fueron esas experiencias profundas de la pasión las que calibraron el exacto ajuste de mis sentimientos. Era una mujer de raras apetencias, recitaba a Neruda, poeta socialista decía ella con cierto aire de reto pero también a Miguel Hernández. El hecho es que yo le parecía demasiado burgués, independiente de que a ella le gustaba vestir bien y disfrutaba con los mejores tragos, su entrega, pienso hoy en la distancia aclaradora del tiempo, se debió si bien al amor, también a un vago sentido de rebeldía que dominaba todas sus acciones, yo no fui una figura para que ella reafirmara su independencia, su desprecio por las convenciones burguesas y otros pensamientos muy de moda en la juventud de la época; ser amante de un burgués era paradójicamente como negarle importancia a toda una clase despreciada y despreciable.

Cierto día, cuando nuestra relación ya tenía cierta madurez, ella me llevó, muy sigilosamente, a una habitación de un hotel que quedaba cerca del Mercado Cuartel, quiso que fuésemos a pie, en bus; el lugar no parecía tan malo y ella sonreía con malicia, otro de sus caprichos pensé: hacer el amor en un hotelucho y de incógnita. Yo conocía el lado teatral de su vida y le seguí la corriente. Pero al final de la tarde, mientras fumaba despacio concentrado oyendo el ruido de los buses y de los vendedores ambulantes que pasaban frente a la ventana del hotel, ella se levantó desnuda, y mientras su figura delgada con sus senos pequeños se perfilaba con la tenue luz del atardecer, de su cartera sacó una bolsa de Manila y me entregó un fajo de sobres atados con una cinta rojo y negra; me dijo que lo cuidara como a mi vida. Yo se lo prometí al instante, sin preguntarle qué eran o qué contenían esos documentos. Algo en mi interior me prohibía recelar de sus caprichos, de sus exabruptos y pensé que trataba de vivir una de las vidas que ella hubiera deseado; yo trataba de complacerla en todo. Nunca supe hasta años más tarde, siempre he sido un caballero, que contenían los documentos pues los tiré al mar un día que hice una excursión para ahogar mi pasado, el día que traté de renacer frente al mar infinito y potente, como he hecho muchas veces en mi vida.

Pienso en la ingenua inocencia con que contemplaba el mundo, aún ahora creo que no percibo en su totalidad el dolor humano, las desgracias y las angustias de este pueblo desgarrado por la desesperación y la incertidumbre de ser un pueblo sin futuro, sin anhelos cumplidos. Ella definitivamente era más madura, pese a su edad, su conciencia, - quizás sus estudios de medicina la pusieron más prontamente en contacto con el dolor y la muerte – del sufrimiento y de lo pasajero de las pasiones era más nítida y precisa. Caminamos en silencio en el centro, subimos hasta el Teatro Nacional y una oleada de vida y de bullicio nos cayó encima. La ciudad gritaba, lloraba, regateaba su existencia y nosotros dos, cogidos de la mano, toreábamos la pobreza y el desorden, riéndonos de la vida y envueltos en el tenue velo de la locura juvenil y de la noche que devoraba ya la ciudad.

El salón permaneció aún algunos años, creo que hasta el 76 o algo menos. Meses después de aquella insólita y única tarde de amor, Dafne se convirtió en laurel y no la volví a ver hasta muchos años después, ni volví a ver a Emy tratando de evitar a Dafne; supe que el salón había llegado a su fin. Busqué luego a Emy por todos los rincones de este país, pero todo fue en vano. Yo me quedé con algunos cuadros de su colección que aparecieron sorpresivamente en una subasta privada y compré algunos de sus clásicos que solía leer con verdadera pasión, aún están en mi biblioteca y los conservo como mis más preciados tesoros; comprendí su sabiduría y su alcance como a los treintiocho, cuando ya quizás era demasiado tarde, no sé, pero pienso que de haberlos conocido antes, otro hubiese sido el curso de mi vida.

Pocos lo saben, pero yo sé con certeza dónde vive en la actualidad. En una de esas fintas del destino pude platicar con ella unos instantes en el aeropuerto de Lima hace un par de años y me contó, en un tris, mil historias; ya es una mujer de edad, todavía guapa, elegante y creo que sigue su misma vida. Hace poco pasé frente a la casa que albergaba su salón, una disparatada facia metálica la ha convertido en oficina, todo un pasado se oculta tras la prosaica arquitectura que arruina su fachada; así como muere mi pasado, muere la ciudad.

Hoy, esta mañana, mientras leía las memorias de Dafne, las escribió durante la guerra, en sus días de lucha revolucionaria, editadas hace poco, recordé mi pasado con ella y lo sentí tan lejano e irreal que me pareció extraño que hubiese sucedido alguna vez. Creo que no ha cambiado mucho. No me sorprendí tampoco que reapareciera viva; nos vimos en una exposición de pintura, nos saludamos como si nos hubiésemos visto ayer, me abrazó hasta dejarme sus uñas marcadas en mi espalda y me besó muy cerca de la boca; ya no me gustan las canciones sin palabras me dijo retadora, luego conciliadora, me preguntó muy bajo acercándose a mi oído ¿leíste las cartas que nunca te envié ?, yo me quedé con la palabra en la boca pues ella me besó apasionadamente y en una mueca que era un llanto me dijo: te extrañé durante diez mil balas y se alejó de inmediato; sentí más bien que huía de mi; tiene la exacta mirada de su tía, un poco más allá o más acá del presente, una fracción de segundo la separa de este tiempo; se veía triste y cansada, posiblemente así me veo yo; no sé por qué, sentí nuevamente que una serie de fantasmas la acompañaban; ella parecía perseguida por muchos de ellos, de amor y odio, de pasados cercanos y lejanos, yo era, quizás, el más antiguo y peligroso de todos.

FIN.
Luis Salazar Retana.

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