martes, 26 de noviembre de 2013

San Salvador, 25 de noviembre de 2013.

Las criaturas de mi jardín imaginario.

A mis hermanitos, los niños con cáncer.

Lo construyo desde mi infancia e incluye un circo pequeño. El jardín, por una magia que desconozco, puede albergar cualquier número de maravillas, plantas y un sin fin de mariposas e insectos que jamás escapan de su dominio. Sus árboles tienen troncos de pieles de los animales que llegan a morir a sus raíces o sus ramas, como si ellos fueran su cielo, de ocelotes, tigres dorados y albinos, algunos con púas como puerco espines y colibríes de colores cambiantes como alas de mariposas. Sus hojas son de rubíes y esmeraldas, pero los bananos, tienen hojas de jade y los helechos están hechos de virutas de topacios y aguamarinas. Se parece ese jardín imaginario a los del aduanero Rousseau y los animales no se parecen a los que están en los zoológicos, sus pieles son más finas y sus cuerpos más estilizados. Cuando el viento del norte sopla sobre él, miles de arpas suena al unísono y entonces al jardín se llena de chispas de colores y melodías de otros mundos, que dibujan sueños.

El jardín vive en mis tardes somnolientas y en mis noches frías. Sólo entro a él cuando el día ha sido feliz o la mañana placentera. Es una especie de barómetro que mide mi paz interior y mi felicidad. Es el jardín que todos llevamos dentro pero que debido a nuestras preocupaciones, trabajos, nuestro sobrecargado cerebro, se nos impide visitar y volver a la infancia para recordar cuando fuimos puros y sinceros, reales y sin máscara.

En él viven animales maravillosos, suaves y acariciadores, pero también monstruos que viven agazapados bajos zarzas de obsidiana con espinas de ónice. Nunca despiertan si no llevas el mal en tu corazón, si no llevas consigo miedos. Es el Jardín de las delicias perdido, el lugar donde retornamos a la inocencia. No hay ángel con espada flamígera a la salida ni a la entrada, somos nosotros los que nos vedamos su ingreso con nuestros temores. Sus caminos, diseñados según el Feng Shui, ondulan a través de helechos y magnolias de porcelana, de gardenias y rosas de la montaña. En la noche, esos caminos como ríos de lapislázuli, se iluminan con farolas de luciérnagas que llenan el espacio de vibraciones luminosas y colores de aureolas boreales y una especie de estupor reverencial se apodera de mi.

En el centro está el árbol del bien. Es un arbusto de poca altura, su tronco delgado como serpiente cambia de colores durante el día y durante la noche posee iridiscencias infinitas que superan el arco iris. Bajo su luz o su sombra, músicas celestiales, sublimes y turbadoras descienden sobre nuestra consciencia, son músicas que no se captan con los oídos sino con la mente y penetran hasta lo más profundo de nuestro ser. Su fuerza emotiva es tal, que jamás he logrado soportarla por mucho tiempo.

A su lado está el circo, pequeño como todo la que hay en el jardín imaginario, no hay elefantes ni jirafas, una vez llegó una pero el cuello se salía de la carpa y el elefante no cabía por la puerta. Todo debe ser proporcionado a su dimensión. En cambio hay ciervos enanos, tigres miniaturas, perros de toda clase, ardillas, conejos vestidos de frac, que parecen pingüinos orejudos. En el centro de la pista está un espacio donde un niño hace increíbles contorsiones y donde desfilan mariposas y libélulas, al son de una banda de cascanueces rusos.

El jardín es el lugar donde guardo mis recuerdos. En los paredones están los carros de juguete con los que jugaba de niño, en un armario vetusto con haladeras de cerámica, los libros del Tesoro de la Juventud, donde aprendí a amar la literatura, cuadernos de mis primeros grados con dibujos a tinta china y la pluma que me regaló papá. Es el lugar donde fui inocente y feliz. A donde voy cuando quiero serlo de nuevo.

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