lunes, 30 de diciembre de 2013

EL VERANO OLVIDADO

¿Quién lee diez siglos en la historia
y no la cierra al ver las mismas cosas de siempre
con distinta fecha?
León Felipe

A los tecleños de corazón.

Recuerdo casi todos mis veranos que son muchos. Ha arribado uno nuevo. Veranos que traen aromas de nostalgia, de vacaciones escolares, de piscuchas y barriletes, lunas les decía mi padre, de montañas verdes, ronrones, chiltotas y cielos furiosamente azules; cielos de algodones estirados por el viento que hace vibrar el aire y revitaliza los corazones. En Santa Tecla, mi segunda ciudad, adoptiva de corazón, la ciudad de mi inconsciente infancia y mi más inconsciente juventud, los recuerdos quedaron colgados de las ramas de los árboles del parque Daniel Hernández, coloreados por las jacarandas que Enrique Averle pintaba para el futuro, utilizando palmeras por pinceles.

Ayer pasé por el viejo parque y lo encontré remozado, juvenil y diríase que hasta coqueto, mas no íntimo. Me senté a contemplar el nuevo quiosco que recuerda bastante bien aquel de mi recuerdos y una gota de agua del viejo pozo de mis memorias creó ondas en el tranquilo lago de mi realidad. Recordé de pronto a aquella que había olvidado, la que bailaba conmigo alrededor del viejo quiosco, mientras las ráfagas del viento de octubre despeinaban la luna. Aquella vieja amiga que se perdió en el olvido oscuro de los amores profanos. De las pasiones juveniles que guardamos con un poco de pena y un mucho de alegría.

La de aquel verano fue una pasión explosiva, primaveral, como dicen los poetas, turbadora pero sin las impurezas del tiempo. De esas que dejan aristas vivas en el alma, que nos muestran por vez primera la potencia ilimitada y desconcertante del amor y que generan momentos fulgurantes en la vida, instantes quizás de minutos u horas, pero que se graban en lo más profundo del alma.

Después de las cervezas en el desaparecido Memo´s, donde aprendimos a beber multitud de amigos, algunos ya idos. Ya entrada la noche, entre neblinas y vientos, entre tríos y solistas de tangos, terminábamos siempre sentados alrededor del antiguo quiosco, comentando los secretos de la vida. Ahí llegaba siempre, furtiva y coqueta Carmen, tenía entonces la florida edad de catorce años y una experiencia de siglos, no necesariamente mala, entendámonos.

Las ciudades eran la esencia misma del provincialismo, cerradas al exterior, cotos privados de emociones, amoríos y escándalos de íntima propiedad; sólo los habitantes de cada una tenían derecho a conocer los detalles, las circunstancias y el desenlace de las tragedias o festividades. Las noches concentraban dicha intimidad provinciana y entonces éramos como duendes poderosos, conocedores de los más arcanos secretos de la ciudad que desvelábamos por conducto de los policías municipales, músicos y vendedoras de billetes como Carmen y otros enterados de la ciudad que no dormían y le sacaban el jugo a la vida hasta que el sol salía.

Las noches en la vieja ciudad eran realmente noches de frío, el boscoso y neblinoso parque era una especie de santuario, en donde oficiábamos los más extraños ritos, en los cuales, la más pura democracia afloraba y no había pobres ni ricos y la condición social era una categoría inexistente, absolutamente desconocida.

Carmen fue la luz brillante, el faro, de una efímera parte de mi vida, un soplo fresco, una ráfaga de viento acariciadora, una guía de luces navideñas intermitente, alegre, llena de significados y a la vez sencilla y espontánea como las mejores y más puras verdades.

Fue una de esas noches entre místicas y fantasmagóricas, de luna y vientos de los cuatro puntos cardinales, que arremolinaban la neblina creando pequeños e hirientes tornados, los cuales se escapaban entre las ramas de las jacarandas y las peinetas de las palmeras, creando figuras dibujadas con nubes diluidas y rayos de luna.

Se sentó a mi lado mientras el choco Daniel tocaba Nostalgias, el viejo, así lo veía yo, pero ignoro cuantos años tenía en ese entonces, destrozaba el tango con un sentimiento que más que la de la música denotaba la inmensa soledad del trovador. Quiero por los dos mi copa alzar, cantó de pronto, esa fue la frase de la iluminación, el Nirvana de la noche. ¡Copas!, exclamé de pronto, ¡copas!, necesitamos copas y vino. Carmen se levantó y con una sonrisa de kore griega iluminándole el rostro dijo: yo sé dónde encontrar copas. ¡Mi corazón por una copa Carmen!, le dije. Ella se acercó desafiante, me dio un beso y exclamó dirigiéndose a todos: trato hecho.

Se fue con sus pies bailando sobre el piso de las sendas diagonales del parque, era una niña; desapareció por un túnel de niebla mientras Daniel desgranaba notas de la guitarra y reventaba las cuerdas de la emoción. La marea baja de la noche llegó con el término de las canciones, mientras Carlos en su Hillman conseguía el vino y esperábamos a Carmen.

El viejo reloj de números romanos de Concepción dio las doce, mientras los ángeles daban la vuelta a la página del día. Escuchamos en silencio reverente las doce campanadas, aún resuenan en mis oídos en las noche frías de diciembre, y luego comenzamos de nuevo a platicar para atemperar la espera de los utensilios del ritual maravilloso que todos, policías y amigos, esperábamos con tensa expectación.

Imposible saber de dónde habían salido, ni quise preguntarle, Carmen regresaba con una caja pequeña en la que venían seis primorosas copas. Las colocó sobre una de las bancas y nos sentamos juntos a esperar a Carlos que aún no llegaba. Ella, junto a mí, contemplaba con ojos de alegría contenida el grupo. Estaba bella y fresca como un durazno, sus vellos rubios brillaban con las luces mortecinas, rojizas de los viejos faroles del parque y sus ojos color de claras esmeraldas, devoraban la vida con fruición. Por su rostro circulaba la savia luminosa de los primeros amores que nunca envejecen, en ese instante éramos eternos, la noche nunca acabaría y el día jamás llegaría, estábamos domando los caballos que arrastran el carro del sol. Las estrellas lograron apartar por un instante la niebla y dibujaron en cielo, fugazmente, un sembrado de diminutos girasoles.

El vino, cinco botellas, llegó y con él, la alegría. Quisieron entristecer el ambiente de nuevo los tangos, pero nuestra felicidad fue más poderosa y el verano feliz se apoderó de nuestros espíritus. Bailé con Carmen alrededor del quiosco, mientras Daniel nos perseguía. Con las copas en la mano, parecíamos la imagen de la felicidad, derviches infieles que entrábamos en el éxtasis del amor, de la inconsciencia feliz de la juventud, que no tiene límites.

El parque giraba, no nosotros, que envueltos por una nube de emociones nos volvía invisibles y absorbíamos las más puras esencias del Universo; la ternura nos envolvía como un capullo de seda y en los doce espacios de la medianoche transitamos todas la emociones y los afectos de la vida, hablamos como si nos conociéramos de siempre, mientras bajos nuestros pies crujían la hojas y en el aire, el rumor del viento, volvía secreta nuestra plática.

El vino corrió de prisa y nuestras mentes se desbordaron; se agregaron otros amigos y otras mujeres y la reunión se convirtió en carnaval. La madrugada nos tomó de sorpresa y la luna se ahogó por el lado de los chorros mientras el sol se presentía rosado y dorado por el parque San Martín.

El ritmo decreció con la hora y entre mis brazos, aterida de frío, Carmen dormía mientras un zapato colgaba de su pie y yo con la última copa de vino, brindaba como Omar Kheyamm por las doncellas del Universo, las flores y los árboles, las estrellas del cielo y el amor; deseé como él, ser enterrado bajo un árbol en flor, quizás un carao o un mirto cuyo aroma es el aroma de mi infancia, de mi abuela, de mi ciudad natal.

La desperté con cariño, con dulzura, no sin antes haber contemplado su rostro de niña, luminoso, puro, perdido en las ciudades del sueño, donde nada es mortal, donde se vive capítulos perdidos de la eternidad. Abrió sus ojos y estiró sus brazos sobre su cabeza mientras sonreía. La besé con toda la ternura que encierra el alma adolescente, contemplé su rostro dorado, sus ojos cerrados y di gracias a Dios, como siempre lo he hecho, cuando me encuentro con Él.

Caminamos tomados de la mano, ateridos de frío; el viento había ya hecho limpieza en el cielo y las estrellas brillaban juguetonas en el firmamento, antes que la Aurora de rosados dedos, aquella que ya había contemplado Homero y sus héroes, las engullese sin piedad. Contemplando las estrellas se nos hizo de día. Bella, auténtica, sin complicaciones, todavía inocente, Carmen reía conmigo, nos reíamos del Universo, de las guerras y desastres, de la pobreza del mundo, porque en ese instante maravilloso de coros celestiales, de algarabía de pájaros madrugadores, el amor, nuestro amor era realmente nuestro y único, éramos la felicidad en medio de la nada.

¡Amor mío!, exclamó mirando con temor mis ojos. Fue la primera vez que oí esas dos palabras; por gracia de Dios las escuché desde lo profundo de la inocencia y la ingenuidad; inicié así mi ascensión privada y me diluí en sus pensamientos, en su boca, en su mundo de pobrezas y me sentí, por primera vez en la vida, un ser humano real, hermano de todos mis hermanos. Abrazados, tomados del alma, recorrimos las cinco cuadras a su casa, a su mesón, la noche perdía su batalla con la luz, pero nosotros habíamos ganado la más excelsa de todas.

En una semana sería Navidad, el viento entonaba villancicos y nosotros, como Mendelssohn, cantábamos canciones sin palabras. Canciones que sólo el alma escucha, que sólo es posible cantarlas cuando se tiene quince años, antes de la pérdida de la inocencia, antes que el alma abra sus puertas al universo, o que el mundo descubra su fragilidad.

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