martes, 31 de diciembre de 2013

San Salvador, 31 de diciembre de 2013.

Ars longa, vita brevis.

Quizás lo que me conmueve del fin de año, es que no dejo de escribir sabiendo que estos mismos años que pasan me olvidarán, me borrarán de sus memorias y se perderán mis letras, mis palabras y frases, como se pierden en el mar los frágiles barcos. Pero hay una necia necesidad de deshacerme de ideas que se agolpan en mi mente, una imperiosa orden que surge de lo más hondo de mi ser, que me impele a escribir sin descanso. Pues si descansara, dejaría de escribir y si dejara de escribir moriría. Así es esta pasión irrenunciable y voluptuosa, este amor posesivo que acaba sólo con la vida, porque escribir, más que una necesidad, es una razón para vivir, es una forma de plantarse en la vida, para producir espejismos, sombras pasajeras y olas en el agua, de llover sobre los ríos, una forma de vivir en otros y de morir sólo en uno mismo.

Mi reino no es de este mundo. Está oculto en los meandros de mi mente, en los rincones ocultos de la fantasía. Como dijo aquel gran sabio que fue Nicolás de Cusa, el Universo y yo añado la mente, es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Porque ¿dónde están las ideas, dónde los pensamientos, donde los historias que se tejen en mi fantasía? Sí, les damos un hipotético lugar, la mente, el corazón, antes fueron otros órganos, pero ¿quién puede asegurar su verdadero asiento?

Escribir es asombrarse siempre. Es despertar continuamente a la realidad. Verla desde mil perspectivas diferentes, aprehenderla en su esencia. Es admirarse de la genialidad humana o de su estupidez, de nuestros aciertos y de nuestros fracasos, de aquí surgen las tragedias. De la felicidad compartida, no creo que exista otra, aunque se dice que la felicidad está dentro de nosotros, pero si no la compartimos no se materializa, no se disfruta, no se sabe de su existencia, de ahí el optimismo, la poesía romántica, la mística y las apologías. Aunque todo depende del carácter del escritor. Creo que estoy hablando de mi mismo, que suele ser un tema recurrente, creo que de todos los que escribimos. Toda historia tiene algo de autobiográfico, la literatura sólo deforma, traduce y por supuesto, engaña.

Pero ¿acaso no es la vida sueño? Ya Calderón presentía esa dicotomía existencial. Y si es sueño pues es engaño, al menos no es realidad, no substancial, pero difícil de negar. Sobre todo cuando como Séneca nos asombramos y lamentamos de la brevedad de la vida, y entonces sí que parece sueño. A mi, los setenta años me tomaron por sorpresa. La vida infinita que quedaba entre los quince años y los setenta, lo recuerdo muy bien, se agotó en un instante. El prolongado viaje a Ítaca se convirtió en una obra de un solo y exiguo acto, que se diluyó en el tiempo sin que tuviera tiempo de ser consciente de ello y sin alternativa para hacerlo más lento o prolongar su duración, los años implacables se sucedieron y se suceden cada vez a mayor velocidad, como se dice vamos en bajada y pedaleando.

Sólo los recuerdos nos permiten vivir un instante miles de veces. Esa es quizás la solución a la brevedad de nuestra existencia, recordar es volver a vivir y si tenemos fantasía mejoramos de mil maneras esa miserable realidad transitoria y efímera, cuando escribimos la adornamos, la transformamos, la volvemos infinita en sus formas y eterna en su obstinada repetición, ahí está la clave de escribir. Nos volvemos eternos, al menos para nosotros mismos y para aquel amable lector que nos lee.

Sí, me olvidarán los años, pero en el recuerdo de alguna persona, alguna frase de mis escritos quedará colgada de las ramas del árbol de su memoria, a esa o esos, gracias por siempre, porque viviré hasta que desaparezca de sus viejos recuerdos y de su desconocida compañía.

LSR.

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