jueves, 26 de diciembre de 2013

San Salvador, 26 de diciembre de 2013.


Elegía de fin de año.

No me resta más que llorar por mi pueblo. Me insisten, incluso he leído, que estamos en una época maravillosa, en general es cierto, a nivel global. El mundo ha recorrido una distancia asombrosa, desde los albores de la civilización, supersticiosos, crueles, sanguinarios, hasta nuestros días de tecnologías increíbles y adelantos fantásticos, que nos hacen la vida más fácil y llevadera. En general, la justicia y el respeto a los derechos humanos, son infinitamente mayores hoy en día en ciertas partes privilegiadas del mundo, aun en nuestro país el progreso es notable, aunque muy imperfecto todavía.

Pero sí se puede llorar sobre algunos aspectos importantes de nuestra vida nacional. Llorar en el sentido figurado y aun en el literal. Yo sé perfectamente, lo tengo muy claro, que las cimas de perfección que aspiramos cada vez con más vehemencia mientras acercamos a nuestro final, son lugares inhabitables, no por que lo sean en sí, sino por su inalcanzabilidad.

Siempre soñé con un país de gente feliz. Lo quise desde mi infancia, en la plácida inocencia de mis primeros años, pero que era imposible, también lo vi desde mi niñez; mi padre poseía fincas y eso me permitió, no sentir en carne propia, pero si observar las distancias galácticas de los adinerados con respecto a los miserables de este país. Esas fueron mis primeras lágrimas. jamás se me ocurrió ni se me ha ocurrido tomar las armas por ellos. No soy hombre de violencias, ni físicas ni emocionales, aunque en ocasiones, mea culpa, he caído en tentación.

En la juventud me di cuenta que todo se debía a la existencia de estructuras obsoletas, injustas y crueles, que provocaban una dolorosa, odiosa y asimétrica distribución de la riqueza; fui consciente pero no hice nada, no había sufrido. Fueron los años, los tercos años, los que poco a poco, me hicieron rebelarme, intelectualmente, contra una situación que superaba nítidamente mi paciencia. Pudiendo haberlo hecho, nunca hice uso de las propiedades que heredé. No podía hacerlo. No estaba en mi seguir el juego de un Estado sostenido por una burguesía, no infame, como se quiere presentar en ocasiones -papá y muchísimos otros de su época, eran buenos hombres, productos genéricos, de un mundo que era así- avalada por una iglesia aristocrática, que despertó de su letargo milenario hace unos cincuenta años, aunque algunos todavía duermen.

De ese fallo estructural, cruel e infinitamente injusto surgió el caos. Ese oscuro período del cual aún no salimos y que destruyó, a veces muy injustamente y sin hacer reparos de ninguna clase, un mundo del cual no rescatamos ninguna de sus partes amables, de sus esquemas funcionales, ninguno de sus valores y nos perdimos en el marasmo de la pos modernidad brutal, despiadada e irreverente. A eso debemos agregar, que naufragamos en el gran tsunami de la globalización, caímos en el consumismo aberrante y decadente que lanzó nuestro pueblo ignorante por la senda del desenfreno hedonista que ahora nos ahoga en una perpleja pobreza, a veces inconscientemente.

Lloro por lo que hemos sufrido y por lo poco que hemos avanzado, en algunos aspectos retrocedido, lloro por las virtudes perdidas, por la paz masacrada, por la miseria infinita, por la falta de educación, hemos perdido medio siglo de vida y de alegría, casi para nada.

Baruch de Espinosa se pasó la vida hablando de Dios, pero no era el Dios del lenguaje ordinario. Hablaba de su Dios, lo que nos falta. Dijo además, algo muy interesante: " el deseo es la esencia misma del hombre". No es la razón, aunque parezca que es lo más inteligente, pero ésta después de siglos, al menos desde el punto de vista de la humanidad, no nos está llevando a ningún lado. Au contraire. Quizás en lugar de la razón, lo que nos saque de este brutal estancamiento, sea el deseo de ser felices, de ser justos, de ser libres, de ser seres de paz y amor...quizás.

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