viernes, 2 de septiembre de 2011

El pintor

EL PINTOR.
Wang-Kei-Lin, había colocado sus pinceles sobre la mesa de trabajo, un paisaje de invierno estaba a medio terminar ante sus ojos, los retorcidos troncos de los árboles agarrados firmemente a la escarpada montaña, reflejaban, con toda seguridad, la tenacidad y, el cielo casi gris, sólo adornado con unos cuantos algodones blancos, denotaba la fría atmósfera del conjunto invernal. El espacio se percibía paradójico y en la distancia las montañas de recortados perfiles, se diluían en una dimensión que parecía proceder de un universo distante y misterioso.
Tomó su jarro de vino y se sirvió una copa del blanco néctar que, sonoro y divertido, cayó sobre la fina porcelana de su copa fabricada hacía tantos años por el maestro Huen-Chen-Ja, gran esmaltador de la dinastía Ming; beber en ella era no sólo un placer del paladar sino un placer del espíritu, colocar los sedientos labios sobre ese borde que un día el genio de Huen había modelado y pintado con exquisita sensibilidad era un extraño placer que jamás dejaba de conmover el alma del eximio pintor. El esteticismo exacerbado del artista alcanzaba su clímax, cuando con sus manos delicadas de hombre de exquisita sensibilidad, tomaba la delicada copa y bebía con extasiado embeleso sus licores aromatizados con finas hierbas.
Salió a su jardín en el que los ciruelos florecían y, se dispuso a meditar sentado en el antiguo banco de madera en el que su padre había abandonado este mundo. El frío no parecía agraviarle y los cuervos de la noche, a lo lejos, llenaban de estallidos la sombreada penumbra que presagiaba la oscura parte del universo. Cruzó sus piernas adoptando suavemente, producto de una larga disciplina, la posición de loto y entrecerró sus ojos para concentrar su mente volátil en el punto exacto de su conciencia sobre el que meditaba siempre.
Casi sin sentirla, Ma-Huang se le acercó; respetuosa quedó de pie como a tres pasos del amado esposo y suavemente preguntó:
¿Qué desea mi señor?
El artista tardó un instante en volver de sus pensamientos y haciéndole una reverencia respetuosa a su esposa adorada contestó:
La paz del espíritu, mi rosada flor de duraznero, se me hace difícil conciliar este día. Los negros cuervos de la noche golpean en mi alma como tambores de tormenta y, mi espíritu, se hunde en las sombras del mundo de los dragones.
¿Puedo hacer algo por Usted mi señor?, insistió Ma-Huang.
Continúa amándome mi dulce flor de ciruelo, siéntate a mi lado, contempla el rojo atardecer que las sombras de la noche intentan destruir... Los dos permanecieron sentados uno junto al otro, hasta que después de un largo y doliente suspiro Wang declamó una estrofa de un bello y antiguo poema:
“¡Lo efímero, sus alas!..
Tan bello su hábito...,
¡tanta tristeza en mi corazón!,
¡vuelves a mí para siempre!”
¡Cuanto sufres mi amado pintor!, suspiró Ma-Huang, ¿Acaso los espíritus del arte han abandonado tu mano, han secado la fuente de tu inspiración o acaso has dejado de amar la naturaleza, sus flores en las tiernas ramas de los árboles, los pájaros que manchan con sus colores los verdes abigarrados de los árboles que nos dan la sombra?.¿Acaso ya no escuchas el suave y susurrante murmullo de la acequia cristalina que fluye bajo nuestro puente de madera?... ¿Ya no ves como los juncos se doblegan dóciles ante el suave viento que hace rielar el agua de los lagos?
Más que eso amada, más que eso.
He dejado de escuchar en mi alma las palabras guías de toda mi vida. Yo, que siempre he desdeñado los honores, el boato del orden establecido, que he vivido en íntimo contacto con la Naturaleza, que le ha dado alma a mi obra y a mi vida, hoy, he tenido una última tentación: he deseado que mi fama se perpetúe en la eternidad, he fallado a mi vida y a mis principios, quizás se deba a que practiqué, aun sabiéndolo, como bien dicen los antiguos libros, uno de las cinco grandes perversiones: la pintura.
Mi amado pintor, has hecho feliz a muchas personas, has dado la luz de la Naturaleza a los ciegos que no la comprenden, la has defendido con la belleza evidente de tus árboles de otoño, de tus aldeas entre rocas; has hecho ver a los ciegos del alma y oír a los sordos del espíritu, en tus cuadros cantan las ranas y los grillos, las aguas danzarinas y los pequeños guijarros que entrechocan en sus limosos fondos y que sirven de escenario a soberbios peces de oro; has propalado la música de los planetas y de las nubes que ejecutan conciertos celestiales para solaz de aquellos que buscan la divinidad... haz hecho eso y más... haz hecho nuestro amor infinito...
Pero lo hice, alguna vez, porque sabía que alguien lo iba a disfrutar y me sentí vanidoso por ello, me sentí superior y el orgullo me duele, me destruye en mi vejez. Quisiera haberlo hecho en honor de los dioses y que ellos en la eternidad me concedieran la dicha de seguir pintando. Soy pintor, he sido pintor, quiero ser pintor a tu lado y al lado de mis tintas y mis pinceles, sin orgullo, para los dioses, para ti y para mi.
No es orgullo, amado árbol en cuyas ramas me sostengo, es la satisfacción interna que se siente ante la presencia de los dioses que están a tu lado, creando contigo, llevando con tu mano y tu sensibilidad parte de su mensaje de amor a los hombres, de la paz que fluye de tus paisajes invernales y de tus primaveras con ramas llenas de capullos que presagian la resurrección eterna. Es virtud de la vejez que nos cerca, ser más sensibles a la verdad eterna; pero el fuego de la pasada juventud redime tus simples faltas humanas. No te aflijas amado esposo y sigue pintando.
Wang-Kei-Li calló por un instante, cerró sus ojos con lenta solemnidad y declamó el bello poema de Wei Yin Yu:
“¿ A dónde fue la luz del día?
¿De dónde vienen las tinieblas?
Me voy debilitando de año en año.
Esta angustia del tiempo fugacísimo
hace más prematura mi vejez.”
El sol perdió su eterna batalla con las sombras y sólo un par de viejos abrazados se recortaba bajo la florecida rama del ciruelo, adornados por el recuerdo del día al final del incendiado horizonte. El perfume de la noche y el canto de los grillos y la luz de las luciérnagas ponían disonancias y pálidos reflejos a la noche.
LSR

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