jueves, 29 de agosto de 2013

ENCUENTRO VENECIANO.

A mis alumnas de los martes, con cariño y profundo aprecio.

Frente a la iglesia de San Zaccaria, en la maravillosa Venecia, en una pequeña tienda de antigüedades, que da hacia el Campo de la misma, pequeño pero acogedor, encontré hace algunos años, a un enigmático y sabio anciano y un objeto de magnífica apariencia, una copa de vidrio veneciano con filigrana de plata y un extraño esmalte, una especie de estilización de un águila bicéfala. Extasiado por su singular belleza e intrigante dibujo, entré al anticuario y en mi precario italiano, le pedí al anciano que atendía, me mostrara la copa que había llamado mi curiosidad. Él sonrió y en perfecto castellano, afirmó con gran seguridad, de América Central, ¿cierto?

Sorprendido, asentí con la cabeza. Mientras tanto, él tomó la copa solícito, como si se dispusiese a oficiar con ella algún sublime ritual, me la mostró haciéndola girar sobre la palma de su mano izquierda, pero cuidando de dármela o de que yo pudiese tocarla; a cada giro, sentía que una fuerza misteriosa y potente emanaba de sus filigranas, y en algún momento, hasta llegué a escuchar alguna melodía surgida de no sé que rincón. No está en venta me dijo, despacio y claro, pero tiene su encanto, un extraño encanto... ¿verdad?, mientras sonreía de manera misteriosa. Pero además, agregó sonriendo con cierta picardía que despertó de inmediato mi simpatía, va acompañada por un manuscrito, escrito en todos los idiomas que pueda imaginar... usted conoce algo de esto, pero lo más importante de todo, añadió, acomodándose los anteojos de aro de oro, debo decirle que no es una casualidad que haya entrado a mi tienda, a mi tienda de antigüedades, que como ve, está en una calle estrecha de esta Venecia que se niega a morir. Los caminos de la vida, mi querido Luis, dijo mi nombre con absoluta claridad y los vellos de mi cuerpo se erizaron automáticamente ante ese temor reverencial que nos aniquila, son realmente misteriosos, por estos puentes y callejuelas pasan al año miles y miles de personas de las más impensables nacionalidades, pero usted estaba destinado a pasar este día 4 de junio, pues así estaba escrito desde siempre, como está escrito el principio y el fin del Universo.

Venga me dijo y tomándome del brazo, me hizo pasar a una pequeña sala que daba a un minúsculo patio en el cual las azaleas y los pelargonios, sembrados en un hermoso brocal de delicados relieves, florecían en un estallido de colores estrepitoso. Por una escalera de mármol subimos a la terraza, en el cuarto nivel, desde donde se podía ver hacia el poniente la torre del Campanile, las cúpulas de San Marcos con sus cruces bizantinas adornadas y un poco a la derecha, la Torre dell'Orologio con sus moros; mis recuerdos llegaron hasta Guardi y Canaletto y durante un tiempo, en el que no fui interrumpido, me extasié con la insólita belleza del panorama y, por un infinitesimal instante, pude captar la grandeza perdida de la Serenísima y la luz dorada de sus inefables atardeceres esa luz que inspiró al Giorgione, a Tiziano y tantos otros creadores de bellezas inefables. Una enorme sombrilla roja y blanca casi cubría la pequeña terraza, pero fuera de su sombra quedaban las flores que alegraban el rincón de una forma casi milagrosa, arregladas primorosamente alrededor de las chimeneas de la casa. Uno querría extender sus brazos y volar hasta perderse en el horizonte dorado hacia el oeste.

Una jovencita, casi una niña, se acercó con una bandeja, y cuando hubo colocado la botella, las copas y todo lo demás sobre la mesa, el anciano me la presentó como su nieta, Flora dijo ella con su voz cantarina, mientras me hacía una graciosa reverencia y su cara evocaba en mi imaginación la Flora de la Alegoría de la Primavera de Botticelli. Como la de Botticelli, sabe, dijo el anciano leyéndome el pensamiento, quien tendiéndome la mano me dijo muy suavemente, Conde de Saint Germain, aunque aquí soy más conocido como Giuliani, Germanno Giuliani, nuevamente los vellos del cuerpo se me erizaron ante la insólita presentación, mientras Giuliani o quien fuese, servía dos copas de licor rojo como la sangre, vertiendo luego un poco de soda, un poco de hielo y una rodaja de naranja en cada copa de cristal sonoro y reluciente; levantó la de él mientras me ofrecía la mía y como si entonara una fervorosa oración chocando entrambas exclamó extático: por la eternidad y el eterno retorno. Mi querido Luis, debe ya usted saber, que siempre regresamos, siempre, siempre hasta que Dios o los dioses nos absorban en el lago infinito de su divina esencia a la que todos, absolutamente todos, hemos de regresar algún día.

Usted, continuó, tiene ya en sus manos su manuscrito, en el cual ha visto y leído historias de sus antecesores, muchos, por no decir todos los cíclicos, esa extraña secta la que usted se ha de incorporar definitivamente algún día, han vivido en Venecia, por una sencilla razón, aquí nació hace más de mil años la orden de los Caballeros del Eterno Retorno, a la cual me enorgullezco de pertenecer, pero de una forma muy especial, que no viene al caso, baste saber que soy miembro de una orden a la que usted, mi querido Luis está a punto de ingresar, sólo tiene que encontrar a otro de nosotros y luego, algo sabrá y algo le habrá de suceder. No puedo decirle ni el lugar, ni el día, ni la hora, usted entrará, como entró a esta tienda, libremente y sin engaños, su corazón y su mente le guiarán.

Pero algo debo darle, y por sobre la mesa decorada con un mosaico de Leo, mi signo zodiacal, me entregó y esto por segunda vez en mi vida aunque de diferentes personas, un anillo de oro con una piedra de lapislázuli, es tu símbolo, tu piedra y tu metal, sí Luis yo también soy Leo, sin embargo, el último de tus encuentros no recibirás un anillo. Y guardó un profundo silencio, que yo no osé interrumpir, mientras su rostro, con los ojos cerrados, adquiría la luz de la inteligencia y la venerabilidad.

En la iglesia de tu pueblo continuó sin abrir los ojos, el águila bicéfala, anzuelo sutil de mi copa, no tiene que ver con los ortodoxos rusos, sino con los griegos, los aliados de la Serenísima, por eso no es casualidad que hayas entrado a mi tienda y tu próxima estación en el espacio-tiempo estará relacionada con ella también, quizás aquí mismo en Italia, o quizás en otro lugar mucho más lejano, Sur América quizás, quien sabe, nadie sabe nada, sólo Dios Luis, sólo Dios. Mientras conversábamos sobre cosas de las que no puedo hablar, el calor estival menguaba; entretanto el sol, lentamente, muy lentamente hacía esfuerzos por ocultarse, creando un poético espectáculo de colores que hacían resaltar, un poco hacia el centro, la hermosa cúpula de Santa María de la Salud.

En fin, mi querido Luis, el problema fundamental es el alma, el espíritu, esa parte desconocida por muchos, que reside y no, en el interior de cada hombre y mujer, acompaña quizás sería más correcto, y que es inmortal como esta Venecia que desde aquí contemplas; en esta ciudad se han dado fenómenos sobrenaturales de increíble factura, porque es un centro de fuerzas energéticas y divinas que no cesan jamás; tú estás aquí porque es tu destino. Yo quise ponerme el anillo que recién me había entregado, pero él, con un gesto amable pero mandatorio, me lo impidió, cuando salgas al Campo, sólo cuando salgas, me insistió. Estuvo hablándome de ciertos conceptos que no tenía claros y consejos durante media hora más y a las nueve de la noche, cuando la noche empezaba a dominar el laberinto de canales y callejuelas, bajamos a la tienda que estaba a oscuras y en cuya vitrina faltaba la copa de mi curiosidad, yo le volví a ver interrogándolo con la mirada, y él, como si leyera mi pensamiento, me dijo, no te preocupes, está a salvo.

Ya en la calle, me dirigí a contemplar de cerca el brocal que está a un lado de la iglesia, de mármol blanco con curiosidad, no exento de cierto temor, me coloqué el anillo en el dedo anular. Una vibración imperceptible sacudió el espacio, un silencio opresivo y atemorizante inundó el ambiente inmediato, mientras a lo lejos, se oía el batir de las olas de la laguna sobre los muelles. Todo parecía estar mejor a mi alrededor, la iglesia brillaba blanca y esplendorosa, las casas parecían recién construidas y gente vestida a la antigua, caminaba a mi lado sin percibir mi presencia. Caminé hacia el sur, hacia el mar y de pronto, sobre la rivera, barcos de formas curiosas, antiguas, de carga y lujo, se mecían cansinamente al ritmo de las olas. El olor de las especies inundaba la Riva y un aire de vitalidad rondaba por las calles y puentes; de la iglesia Santa Maria della Pietà, se escapaban, gloriosas, las notas vibrantes de las Cuatro Estaciones de Vivaldi y recordé a Hugo Lindo, su insuperable poesía y sus "Resonancias".

Lentamente, con temor, me quité el anillo y así, de la misma manera, suavemente, con una vibración imperceptible, la ciudad adquirió su actual fisonomía, turistas japoneses y franceses pasaban a mi lado, en los toldos de los bares y restaurantes brillaban las luces, los motores de las lanchas y barcos, agitaban el aire. Yo regresé presuroso a mi hotel y me encerré a meditar sobre lo sucedido, me dispuse a guardar el anillo en el más seguro lugar de mi valija, de pronto, un nuevo milagro turbó mi espíritu, en ella, envuelta en un terciopelo púrpura que no había visto antes, estaba la copa de fina filigrana y extraño dibujo.

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