jueves, 23 de diciembre de 2010

El libro de la ciencia del bien y del mal


El Libro de la ciencia del bien y el mal.

Dios es Verbo no sustantivo.
Ricardo Arjona.

Dimitri Salvatore era o es, no sé de su paradero aunque percibo sus huellas, una personalidad fulgurante, pero sin estridencias; vivió en los Planes cerca de la iglesia, en una casa que supongo yo, había sido construida en los años cuarenta, hermosa, de techos complicados, de patios pequeños pero pintorescos por su jardinería y fuentes  más  un segundo piso coqueto e impreciso. No era fácil guiarse en él, en realidad era un poco laberíntico y quizás algo oscuro, aunque sus molduras brillantes en las aristas entre la pared y el cielo falso y sus paredes de madera le daban un calor acogedor, un tanto intimidante pero acogedor al fin; el pasillo que llevaba a los dormitorios y a la gran biblioteca terminaba en un hermoso tragaluz de vidrios coloreados que algunas veces me recordaba alguna catedral gótica y otras algún bar en Santa Ana que se perdió en los meandros de mi memoria antigua.  

Gran conocedor de libros, había leído todos los que yo he devorado hasta estos días y unos millares más; era un experto en religiones y sectas secretas, a las que, por lo menos a un par  decía pertenecer, me consta de una. En realidad no sé a ciencia cierta de dónde había llegado; había aparecido en mi vida de forma no accidental, no creo en las casualidades, pero sí de manera imprevista. Tenía un acento singular de incierta procedencia, aunque a juzgar por el nombre, que creo era inventado -jamás vi alguna identificación suya- era o de ascendencia italiana o era italiano con algo de eslavo; llevaba la mística en su alma y un sentimiento de predestinación que dominaba sus acciones. Hablaba con soltura una media docena lenguas vivas además del latín, griego clásico y moderno y conocía bien, las leía al menos, otras cinco. Para él fue una pena enorme cuando la iglesia cambió sus misas en latín por los idiomas vernáculos. Era la parte, hermosa, esotérica, sublime de ellas, el lenguaje de los clásicos, creo que el lenguaje del Creador, me dijo en alguna ocasión; jamás volvió a visitar una iglesia católica. En sus viajes, muy frecuentes, siempre iba a las iglesias ortodoxas griegas a escuchar los sonidos y coros celestiales me decía con expresión apasionada.

De él aprendí muchísimo y fue mi maestro en el inicio de mi búsqueda de Dios y de las verdades del Universo. Cuando cumplí mis primeros veinte años, así debes de contar los años de la vida, me dijo muy serio, me regaló uno de los libros fundamentales del conocimiento:  El libro de la ciencia del bien y el mal.

Debo comenzar con el hecho absoluta e irremediablemente exacto, que en mis dilatados viajes por el mundo buscando las huellas de Dios sobre este valle de lágrimas, jamás, en ninguna biblioteca, librería o museo he encontrado otro ejemplar, lo cual me hace sospechar que es único o casi y sólo lo poseemos ciertos privilegiados.

Como todo libro no secreto, pero personal, es creado, escrito, dictado y compuesto a la medida del dueño, esto es difícil de explicar pero es así; posee características singulares y variables. Es un libro total, encierra todas las verdades del Universo y ninguna en particular, no es específico, es relativo, críptico, es como  la definición de Dios de Nicolás de Cusa: “Dios es un Círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. Nada claro o definitivo se percibe en estas frases ambiguas, pero se intuye tras ellas una gran verdad. Lo mismo sucede con el libro, cualquiera, creo yo, puede leerlo y no encontrar nada en él, sólo la mente del dueño lo hace vibrar como un mantram particular, ciertas frases específicas se resaltan y entonces la Iluminación se produce y se accede a planos de conciencia y comprensión que transmutan las palabras, sus combinaciones y significados.

Dimitri fue mi guía. Sin esa dirección personal, iluminadora, puede caerse en la locura y quedarse en el camino del vacío en donde acecha la locura y la abominación. El que tenga oídos para oír que oiga. El tono con que se lee, la hora, la cantidad de luz, mi oficina siempre está casi en la oscuridad, por obvias razones, la música que acompaña ciertas páginas todo está programado. Buscar a Dios no es fácil, encontrarlo aún menos. Una vorágine de circunstancias místicas y atmósféricas deben confluir para ello.

El libro ofrece una ruta, una ruta que ilustra el descalabro del mundo actual, porque es una ruta que discurre por los caminos de la belleza, ahora casi ausente. La ruta del Clemente, del Misericordioso, está tachonada de hermosuras, pasa por Giotto, por Botticelli, por Leonardo, por Chartres y Reims, pasa por la Alambra y por León, por el Taj Majal y  por la belleza apabullante del desierto, por el salvaje colorido de las selvas amazónicas y la blancura deslumbrante de la nieves perpetuas de los polos y los picos de las altas montañas de la tierra, roza los aleros de los templos budistas y agita las cortinas de la Meca.

Dios está siempre, siempre, cerca de la belleza, de los objetos y de las acciones, de la belleza de las circunstancias que existe aún en la hora de la muerte y del dolor, porque lo sublime, que es la belleza en su elevación extraordinaria, la grandeza, en su más pura e inexplicable expresión, se da en los cuatro puntos cardinales de la razón y las acciones humanas.

El libro de la ciencia del bien y el mal, vibra en consonancia con ciertas músicas, como la sacra bizantina, algunas obras de Mozart, Mahler y Brahms, pero también con algunas melodías andinas y rusas, con ciertas Czardas y melodías griegas, algunos fragmentos de óperas y sonidos de la naturaleza, todas esas obras, ligadas íntimamente al núcleo de lo puramente humano, de lo más profundamente humano, como algunas exploraciones musicales de Wagner ese brujo de inquietantes melodías de  titánica fuerza.

El conocimiento del libro es intransmisible; como he dicho, es personal, sólo puede y debe servir a una persona. No concibe en su esencia el proselitismo, que es fuente de perversión, Dios ilumina a quien quiere y le niega la luz a quien desea. Pero el que busca halla.

El mundo, como muchos profetas lo han expresado, es un universo de torneos, Arjuna del Gita, sintetiza toda una filosofía, el bien y el mal en su indescifrable relatividad; cada quien escoge las armas, el campo de batalla es este mundo y el resultado es la soledad, el dolor, el sufrimiento o la luz. Porque la luz lo es todo. La luz te guía, te hace ver, expande el Universo hasta sus confines y en ellos se puede vislumbrar la eternidad que es a lo que todos, de alguna manera y de diferentes formas y significados, aspiramos. Los accidentes diminutos de la vida nos conducen a puerto inesperados, un si o un no en su mísera brevedad, pueden llevarnos a la felicidad o al infierno de la desesperación. El efecto mariposa es más poderoso de lo imaginado, puede extenderse hasta el límite del Universo, hasta el límite de nuestra mente.

El valor de las sombras y los contrastes en la vida tiene una significación más profunda de lo que se piensa, el libro enseña a interpretar esas variaciones tonales de la vida para poder predecir sus bifurcaciones y su meta final; es la manera sutil de planificar el futuro, de uno y de varios, de una comunidad y del planeta, pero no todos poseemos ni los conocimientos  ni las habilidades necesarias para ello. Algunos miembros de la Hermandad, viven siglos, y su experiencia acumulada, no de años sino de minutos y aún de segundos, es precisa y exacta como un tomógrafo.

La existencia dice el libro, no es una sucesión de momentos estelares, sino una legión de circunstancias diminutas que poco a poco van conformando el río de la vida, aquel que Manrique cantaba en sus versos o el que Smetana celebra en su música desgarradora. Los ríos de la vida hechos de miles y millones de gotas, de circunstancias infinitesimales que crean monstruos y corrientes, cataratas  e inundaciones en el alma, pero también riegan y vivifican los prados en donde florece la virtud y la solidaridad, las más excelsas de las cualidades humanas.

El libro es una fuente inagotable de sabiduría y enigmas que resuelve, no la reflexión, sino la edad; esa domadora de soberbias e ignorancias, que descorre en su lento discurrir los velos de la oscuridad y nos concede la gracia, que no es otra cosa, de ver líneas rectas en donde sólo veíamos laberintos y desorden. El libro es la llave que nos permite conducir sin fatalidades aunque no sin peligros, por el riesgoso camino de la vida. Algo de él se encuentra en los libros sagrados de todas las religiones, algo en los poemas de los místicos y en las oraciones de los iluminados, pero también algo de él percibimos en el perfume de las flores, en la sonrisa de un hijo, en las desmañadas actitudes de la ancianidad y el rosado murmuro de la aurora; en la compañía de los que nos aman, en las palabras de los escritores que vislumbran en sus horas de inspiración las grandes verdades del Universo.

En fin, el libro del bien y el mal es aquel que Adán y Eva leyeron juntos, pero por estar solos, sin guía, no supieron interpretar; no supieron manejar las culpas del error y se expulsaron de la inocencia y se volvieron mortales, desperdiciando o quizás despreciando la eternidad con que el Creador les había dotado. Con ese acto de ignorancia o de imprevisión divina, caímos en el espacio del tiempo que termina; nos volvimos mortales, pero sobre todo, olvidamos nuestro origen, que el libro, gracias a profetas e iluminados, descubre en su resplandeciente verdad. Descubre nuestra procedencia, la causa de nuestro estupor ante la inmensidad y complejidad divinas y nos ofrece una guía, nada fácil, para recuperar los dones perdidos. Es el libro de la belleza, de la singular belleza de la palabra y del espíritu, de la mente y de las heroicas acciones humanas.

Yo, ciudadano de Dios, tengo la dicha, el privilegio de poseer un ejemplar, no merecido, no ganado, simplemente recibido como un don de Aquel que vela por todos en este vasto Universo que alberga miles y millones de civilizaciones, de seres que piensan en encontrar el camino; de otros que ya lo encontraron y de algunos que se disolvieron, enloquecidos de amor, en la esencia divina de la que todos, todos, algún día ignorado, partimos hacia este exilio galáctico, casi infinito - sólo Dios lo es-   y del que un día volveremos, como hijos pródigos, a gozar de la Sabiduría Infinita y de la Eternidad, en la que el tiempo no transcurre ni queda tiempo para afligirse, alegrarse o enfurecerse, en la que simplemente y realmente seremos con Él y en Él, por los siglos de los siglos.

FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario