viernes, 24 de diciembre de 2010

La ciudad de los inmortales


La ciudad de los inmortales.

Debo crear un sistema o ser esclavizado por el de otro.
William Blake

En el norte de África, en las arenas del océano extenso e hirviente que se extiende por el Magreb, existió y existe, aunque nadie sabe donde, desde hace cientos de años, siglos si se quiere, una ciudad, romana y griega en apariencia, habitada por inmortales, al menos eso se ha dicho siempre. Se componía o se compone, solo Dios lo sabe, de  49 cuadrados 7 por 7, número cabalístico por excelencia, de 77 gortels de longitud cada uno, y una torre calada, copiada después por los constructores góticos de 14 veces siete gortels de altura. Fue, durante siglos, la más alta torre del desierto y del Universo conocido. 

Quiso muchas veces ser destruida por los seguidores del profeta, por razones que luego explicaré, pero jamás fue localizada, ni siquiera fue avistada por ningún ejército, sólo viajeros solitarios de pequeñas caravanas pudieron contemplar su hiriente silueta sobre el mar de dunas en las cuales desaparecía al caer la tarde, pues jamás podía nadie acercarse a ella, como si se moviese a la misma velocidad de los que trataban de alcanzarla. En alguna ocasión algún desorientado viajero fue llevado a su interior, asistido, curado y luego dejado en libertad, por lo que algo que supo de su interior, de sus extraños habitantes y de su bondad. En el 777 ddC, el único día que fue avistada por un pequeño contingente de soldados de caballería,  en un acto de magia incomprensible para los que observaron el fenómeno, desapareció sumergiéndose en la arena para nunca más volverse a saber de ella. Pero su historia no terminó allí.

Cuentan y han contado desde entonces los rapsodas del desierto y algunos viajeros que perdieron el norte en el terrible laberinto, que durante la noche de luna llena, en el mes de Ramadán, cuando todos recuperan las fuerzas del ayuno diario, una gigantesca cúpula de cristal se levanta siempre en lugares diferentes del desierto y los inmortales salen en grupos de siete, en sus briosos y veloces corceles, aunque nadie sabe que son en realidad, a recorrer el vasto desierto, llevando mensajes a elegidos repartidos en diversas ciudades y oasis, de donde a su vez, son enviados a otros elegidos e inmortales diseminados por el mundo. El contenido del mensaje que se recibe cambia en cada ciudad y sólo hasta alcanzar el destinatario, el comunicado adquiere sentido.

Nadie sabe de dónde llegaron si es que llegaron de algún lado; nadie sabe si son humanos, nadie ha visto sus rostros; embozados en la compleja vestimenta del desierto, sólo sus ojos luminosos brillan en la estrecha franja o rendija que les permite ver el indescifrable desierto, aunque nada es seguro. La ciudad era o es de mármol blanco brillante en el sol y fosforescente con la luna, sin ella, dejaba de verse y nadie supo jamás donde quedaba pues era ubicua y aparecía en diversos lugares siempre deshabitados lejos de las ciudades y de las rutas de las caravanas que cruzaban y cruzan el desierto casi infinito, como evitando a los hombres del inmenso mar de arena, viajeros de un Universo dentro de este Universo. En tiempos de la expansión del cristianismo por el mediterráneo, los magrebíes decían que era la ciudad de los magos, aquellos que habían llevado las ofrendas al supuesto rey de los judíos y que habían transportado su ciudad desde las montañas de los Himalayas hasta el candente mar del norte de África, territorio de Alá y por tanto, consideraban la Ciudad de los Inmortales como se la conocía ya desde entonces, una abominación y como tal, merecedora de ser aniquilada.

Tenía o tiene se dice, puertas de bronce y cristal, una en cada lado, orientadas según los puntos cardinales, con la mencionada torre al centro de siete lados y una escalera espiral en su medio que conducía a una esfera de oro según algunos y otros de cristal purísimo, que reflejaba la luz del sol y podía destruir con sus rayos todo aquello sobre lo cual cayesen. Todo eran conjeturas pues nadie sabía a ciencia cierta qué era la ciudad, ni quienes la habitaban. Pero nadie dudaba de su existencia y los pocos testigos que la vieron eran gentes de bien, seguidores del profeta, es decir, hombres de absoluta confianza.

Cuando los árabes llegaron a Al Andalus, construyeron La Giralda en recuerdo de aquella torre que algunos habían vislumbrado, pero no de siete lados sino de cuatro, para diferenciarla de la de los infieles señores de la oscuridad y del misterio, aunque jamás lograron igualar su altura; tendrían que pasar más de seiscientos años antes que en Ulm se construyera una torre tan alta con la escalera espiral al centro, fue construida por maestros constructores, que obtuvieron su ciencia de los franceses quienes a su vez la habían obtenido en el oriente a través de los contactos que los templarios habían hecho con la “inteligentsia” oriental. Un rompecabezas histórico que muchos han tratado, sin éxito, de descifrar.

Hace años buscando a Dios, mi obstinada y prolongada pasión, me encontré con ella, surgiendo inesperadamente de las dunas, silenciosa, lenta, imponente, con su esfera brillante pulida de algún material desconocido en lo alto de la torre calada y sus puertas de bronce y cristal se abrieron como invitándome a entrar, pero la burbuja de cristal me lo impedía. Me senté en actitud de meditación frente a ella y al cabo de dos días en los que no ingerí alimento alguno, en profundo estado de concentración, mientras la ciudad aparecía y desaparecía y una música de instrumentos no imaginados, sonaba a mi alrededor como serpiente que se enroscaba en mi mente, contemplé como en un instante determinado y efímero pero constante, una nube o turbiedad se formaba ante mí.

Concentré mi atención en el fenómeno y luego de descifrar la secuencia temporal de la misma me levanté decidido y en el instante preciso me lancé hacia ella atravesándola en medio de un sonido agudo y penetrante que taladraba mis oídos.

Del otro lado todo era diferente.

La ciudad no parecía ni romana ni griega, era una arquitectura absolutamente desconocida de materiales que no pude identificar, brillantes, pulidos. Los edificios no parecían poseer ventanas ni puertas eran como cuerpos Geométricos sólidos de volúmenes sí aristotélicos, pero con ciertas variantes que imposibilitaban su definición, su tonalidad cambiaba constantemente y a veces cierta transparencia se percibía en algunas superficies.

La ciudad griega y romana era un disfraz, un artificio para no llamar la atención supongo, y no provocar espanto o turbación que surgiría al contemplar una ciudad de desusadas formas como la que veía en ese instante. Nadie caminaba por sus calles, que por otro lado eran inexistentes, no existían pero las estructuras se apartaban o se desplazaban según avanzaba y me guiaban hacia un lugar que imagino era provocado por fuerzas desconocidas manejadas por los misteriosos habitantes de la ciudad. De pronto un número indefinido de ellas se movió de muy compleja forma creando un círculo de perfecto contorno en el centro del cual un cilindro de cristal, transparente, dejaba ver  en su interior una escalera que se retorcía hacia arriba alrededor de otro tubo como de dos metros de diámetro de algún material brillante como el acero, lo increíble es que la torre no tenía fin, se perdía en las nubes. Comprendí entonces que la escalera no era tal sino la estructura que soportaba los inmensos cilindros.

Una puerta se abrió en la lisa superficie como si se rasgara, ahora me explicaba como funcionaba el ingreso a cualquier estructura, y me invitaba a entrar, sabiéndome guiado por una fuerza poderosa y sabia, entré sin recelos y en el cilindro interno otra nueva puerta se creó para dar acceso una especie de ascensor en el que brillaban luces verdes, que figuraban, creo yo, números y letras en algún lenguaje desconocido. Una vez en el centro del ascensor o lo que fuese, la puerta se cerró como si una piel cicatrizara milagrosamente al instante y una fuerza que me comprimió contra la base, me transportó a las alturas.

No se cuanto duró el viaje, perdí la noción del tiempo y ahora en mis recuerdos no podría decir si fue un segundo o un día; en el ascenso percibí un panorama claro y extenso de la historia humana, en un momento dado creí estar fuera de este Universo observándolo desde su exterior, en realidad no sé si fue así, pero al final cuando la puerta se abrió, me encontré en una sala enorme de indefinidos contornos, del mismo material brillante y suave que las estructuras que había visto, pero estas eran traslúcidas y dejaban ver pasillos y personas o lo que fuesen, caminando o más bien deslizándose por ellos y algunos inmóviles trabajando frente a paneles tachonados de luces que se percibían difusas a través de la breve transparencia de las paredes o membranas que dividían la inmensa sala de esos compartimientos.

Caminé despacio impulsado por una fuerza interna que me obligaba a desplazarme, mientras músicas extrañas salidas al parecer de órganos inmensos inundaban el espacio, tuve en un instante la sensación de caminar baja una bóveda gótica cuyo espacio se volvía sublime por los acordes y voces que a lo lejos entonaban melodías surgidas de la Edad Media.

En el techo una esfera gaseosa de la que surgían incesantes destellos estaba suspendida inmóvil, pero de la misma irradiaba una energía tremenda que ponía los vellos de punta. Una energía de tal magnitud que me inmovilizó. Hice acopio de todas mis fuerzas pero ni siquiera los dedos de la mano podía mover. Una nube gaseosa me envolvió; círculos luminosos de diversos colores subían y bajaban por ella como si estuviesen escaneando mi cuerpo. Luego como había empezado, todo terminó de improviso; el piso giró bajo mis pies y quedé viendo hacia el lado del cual venía, empecé a caminar, intentando en varias ocasiones cambiar de dirección sin conseguirlo. Llegué al borde la inmensa sala, y como antes, se formó de la nada la abertura, me coloqué en el centro del cilindro y el proceso se inició  de forma inversa. Bajé, llegué al espacio circular, las estructuras se movieron para indicarme la salida y llegué de nuevo a la arena, a las dunas. El sol salía por el horizonte y una brisa helada me dio en el rostro volviéndome por completo a la realidad. Me volví lentamente y detrás de mi sólo contemplé el amplio desierto, el laberinto que Dios a creado para eliminar a los incrédulos.

En un instante de Iluminación comprendí que había estado más cerca de Dios que nunca. Quizás los ángeles existen,  sus mensajeros, sus heraldos que impiden que este mundo impuro y decadente sufra de nuevo los horrores de Sodoma y Gomorra. Quizás hay ahora más de los diez justos que los ángeles buscaron en las ciudades que perdió el pecado o quizás la ignorancia. No sé que mensaje recibí o si recibí alguno, pero desde entonces, mi perplejidad sobre la inmensidad del Universo y mi asombro ante los complicados caminos que llevan a Dios son menos acuciantes y una paz galáctica me acompaña en mis horas de meditación y cada vez que lo hago, vuelvo a estar en la Ciudad de los Inmortales.


FIN




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