lunes, 27 de diciembre de 2010

El mar. las olas, el amor...las piscuchas.


El mar, las olas, el amor...las piscuchas.

Brindo, dijo Manfredo levantando su Vodka hasta la altura de sus ojos, por el amor.! Ah el amor!, dijo colocando el vaso sobre la mesa, mientras afuera la tormenta arreciaba y los relámpagos teñían de espectrales colores el interior sombrío del bar.

Cuando tuve trece años, continuó sin preámbulos, pensé que Merissa era el final de la vida, a los catorce pensé que Amelia, a los quince pensé que con  cada mes,  cada fin de un amor, la vida se detenía, hoy en esta provecta edad, desconocida aún para mi mismo, debo decirles amigos que el amor siempre renace, nunca muere, es la siempreviva de la vida. Los años, lo que confieren es sabiduría, si se toma la vida en serio, se estudia, investiga, profundiza, no en sólo en los libros, sino en los actos diarios, sencillos y trascendentales de la misma, nos enseñan que el amor se reinventa cada instante de nuestras vidas.

El tiempo, que devora la vida minuto a minuto, es incapaz de destruir el amor, porque éste está fuera del tiempo, se mueve en el espacio que media entre la razón y el corazón y esa distancia es inmensurable. El amor no es algo que muera, se renueva siempre, porque es como las olas del mar, infinito, obstinado y el tiempo es incapaz de vencerlo.

En octubre, el mes del viento y  las piscuchas, de cola y flecos, como las de antes, sacaba mi papalota azul con el hilo blanco como la nieve, me colocaba la piscucha a la espalda y me iba a la playa a vagar con mis pensamientos enredados con el vuelo suave de mi cometa que bajo el cielo azul, llevaba mi imaginación a tierras extrañas y desconocidas, por eso, cuando el sol declinaba por el oriente, incendiando el mar y los árboles del Puerto de La Libertad, la dejaba ir hacia el sol y me encantaba ver como se alejaba brillando y hundiéndose en la lejanía del mar de colores. Luego una extraña nostalgia se apoderaba de mi ser y me sentaba en la negra arena a soñar con los sueños de la infancia.

Una tarde después del ritual, de la “soltada”, como le decía,  su sombra larga y delgada se presentó ante mis ojos. Estaba de pie frente al mar, entre el sol y mis ojos, esbelta, con un vestido largo que le llegaba a los tobillos, era de fina tela con pequeñas florcillas verdes, que en la tarde brillante y colorida, parecían encenderse y apagarse como las luces de Navidad.

De pronto me vio y como si conociera de siempre se acercó y empezó a hablar. Varias veces te he visto dejar ir la piscucha, me dijo con voz de reproche, ¿por qué las dejás ir?

Yo pensé ¿quién es esta metida?, tenía trece años. Pero haciendo caso omiso de su intromisión, respondí secamente: me gusta.

¿Por qué te gusta?, insistió. Yo la volví a ver con enojo y observé, que concentrada, con los ojos entrecerrados,  el ceño fruncido, seguía los remolinos de la piscucha cayendo hacia el sol, hundiéndose en el mar.

Ella se había acercado lentamente y su cara de perfil, mejor dicho su perfil estaba iluminado de rojo como el sol que desaparecía en el horizonte. Ese perfil airoso, distante, consiguió mi perdón. Me acerqué hasta colocarme frente a ella dibujó una sonrisa que me acabó de desarmar. Yo le sonreí y nos quedamos en silencio uno frente al otro.

No sé por qué lo haces pero me gusta, ¿elevarás otra mañana?, preguntó con cierta aprensión, y yo, aprovechando la oportunidad de mostrarme galante, aunque lo hacía casi a diario, respondí. Sí, si vos querés. Ella empezó a  caminar  y yo a su lado. Después de un largo silencio dijo, casi para sí, sí quiero, volviéndome a ver con una sonrisa que no supe si era de burla o de coquetería.

¿Te veo mañana entonces? pregunté con ansiedad mal disimulada, ella asintió con una ligera inclinación de cabeza, mientras se alejaba en dirección a la ciudad.

Salí corriendo por la playa, chapoteando en las olas que morían en la orilla. Algo había en la pequeña que me producía una alegría desbordante, difícil de contener en mi pecho de niño.

Llegué a la casa exultante y empecé a armar una piscucha más grande, el doble de grande y de dos colores; son más difíciles pues se necesita pegar bien los dos pedazos de papel y el marco de la misma es más pesado pues la varillas deben ser mas gruesas. Le agregué flecos color rojo y una cola morada sacada de una cortina que mi mamá ocupaba para cubrir sus  santos en Semana Santa.

Al día siguiente, a las cuatro, cuando la brisa arreciaba, tome una papalota nueva, azul, azul como la bandera y el hilo resplandeciente. Pero no era un paseo como todos los días, algo oprimía mi pecho, una aire de prisa agobiaba mi espíritu. Llegué corriendo a la playa casi ahogándome de la carrera que desde la casa a la playa había realizado.

Pero la playa estaba vacía, sólo un par de personas se sentaban en la playa observando fijamente las formaciones en V de pelícanos que rozaban las crestas de las olas y que, planeando elegantemente, se perdían detrás de las rocas de la izquierda de la playa. Yo me sentía perdido, todo la emoción del momento y previos se venía abajo y se convertía en una mezcla de tristeza,  enojo, de inseguridad, de lo que podía haber pasado con la metida, la palabra asomó en mi mente entre oleadas de cierto enojo, mezclado con una frustración que me golpeaba el alma.

Me senté en la playa, con la piscucha al hombro, mientras insistentemente volvía a ver hacia los almendros rojos y los quioscos de ventas esperando ver asomar por algún lugar la fina silueta de mis deseos. Mientras en mi impaciencia de niño, trataba de recordar palabra por palabra la exigua conversación de día anterior tratando de encontrar alguna falla, costumbre que jamás he abandonado, revisé cada paso, cada frase, cada gesto y sonrisa de ella, recordé su perfil luminoso y el perdón acudía a mi mente dándole paz y tranquilidad que duraba segundos mientras de nuevo me sumergía en la melancolía y la frustración.

Pero el sol salió por el norte, al igual que yo, ella, la divina -la metida se había esfumado en la oscuridad del olvido- venía corriendo hacia mi, insólita, acariciadora, venía corriendo en mi dirección y al acercarse vi como sus mejías se habían teñido de un color que me recordaba los melocotones de lata y sonreía con una alegría que no dejaba dudas: estaba feliz de encontrarme.

Tuve que hacerle un mandado a mi mamá, me dijo, como disculpándose, gesto que agradecí al cielo, eso borraba cualquier dolor, cualquier frustración, cualquier enojo. Hay viento dijo pasándose la mano izquierda por su cabello de oro que se agitaba rebelde con la fuerte brisa que iba hacia el mar.

Al ver la piscucha enorme, de dos colores, flecos brillantes y la cola morada de Semana Santa, se llevó las dos manos a la boca y dejó exclamar un ¡ooooh!, que sonó como música en mis oídos y me sentí como debió sentirse David después de derrotar al gigante Goliat.

Ayudame a elevarle, le dije tendiéndole mi obra maestra. Ella la tomó de las puntas de los flecos con cuidado y se alejó caminando hacia atrás, mientras una sonrisa nerviosa curvaba sus labios en un gesto que a mi me pareció  contemplar el cielo a través de su imagen retrocediendo con la piscucha entre sus manos. Yo pensaba que podría elevarse con ella tal era la levedad de su figura y lo celestial de la escena.

¡Ya!, grite y ella la soltó.  El milagro dio inicio. La piscucha  dio un par de coletazos, luego se elevó como una flecha, mientas los flecos vibraban nerviosos  y la cola dibujaba suaves ondulaciones, volviéndose más morada en el contraste con el cielo azul intenso de la tarde sin nubes, que auguraba un vuelo perfecto. Ella regresó corriendo a mi lado, y con una mano sobre los ojos a manera de visera, seguía el curso de la cometa con una sonrisa de satisfacción, mientras yo, de reojo, no perdía el tránsito de sus emociones sobre su afilado rostro, que sonreía, se preocupaba, mientras daba pequeños saltitos sobre la arena y se llevaba las dos manitas a la boca, presa de una emoción que me hacía sentir como un héroe.

Pero faltaba el momento supremo, la “soltada”.

¡ La suelto yo ¡, exclamó mientras saltaba a mi alrededor, dando vueltas en una especie de danza. Yo, como príncipe que condescendía con su amada, le entregué la papalota azul, azul y mientras ella la sostenía un rato entre su manos, sonreía en actitud casi extática. De pronto, soltó la papalota, levantó las manos mientras gritaba, ¡se va! ¡se va!, ella hipnotizada observaba la piscucha con movimientos de borracha, descender hasta el mar mientras el sol en el poniente doraba el firmamento.

Se acercó casi con lágrimas en los ojos y me estampó un beso en la mejilla. Luego como había llegado se fue corriendo sin despedirse. Interpreté el beso como algo parecido. Repetimos el ritual una diez veces, pero ella tenía que irse a su ciudad, no era del Puerto. Jamás la volví a ver, pero los vientos de octubre, las piscuchas y las puestas de sol me recuerdan con nitidez su perfil luminoso. La he visto renacer un par de veces en mi vida, con diferente rostro, en diferentes circunstancias…y vuelvo a ser niño.

Manfredo se levantó en silencio de la mesa. Con el carterón negro en la mano  el sombrero ya sobre su cabeza, tomó el vodka con la mano libre, la levantó como la estatua de La Libertad y exclamó: Por el amor que siempre renace, por la niñez, por el mar y las piscuchas. Nos pusimos de pie y brindamos conmovidos, mientras Manfredo se alejaba, dibujando su negra silueta en la puerta del bar. De afuera, un silencio oscuro entró en el local  y nos envolvió con su tristeza…

Luis Salazar Retana.

Piscucha, cometa en El Salvador.

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